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jueves, 17 de abril de 2025

Escenas de antaño de nuestra Semana Santa





 





Llegadas estas fechas de la Semana Santa, es fácil suponer que a los que en aquellos años 60-70 vivíamos en Velillas o en Quintanilla, Villarmienzo, Villantodrigo o Portillejo, pongamos por caso, que éramos unos chavales en aquel entonces, nos vengan todavía a la mente algunos recuerdos de aquellas celebraciones religiosas que, con tanta religiosidad, tanto respeto y tanta intensidad se vivían.

De mi pueblo, uno de los recuerdos que mejor guardo, quizás con mayor nitidez y precisión, y que más me impactaba a mí y también al resto de los amigos, era el momento en el que en los días previos al Jueves Santo, los jóvenes del pueblo, bajo la supervisión del sacerdote y del sacristán, procedían a tapar las esculturas de los Santos de los diferentes altares de la iglesia con unas grandes telas de color oscuro en señal de luto.  Resaltando a este respecto la pericia de los mozos del pueblo que, ayudándose de algunas escaleras y unas largas varas de madera, conseguían llegar con estas telas hasta las esculturas más altas del altar mayor, sin que ninguna de ellas quedase al descubierto.  Logrando de esta forma que la iglesia quedase en una especie de tinieblas adecuadas a las celebraciones de que se trataba.


Luego, tras haberse silenciado las campanas de la iglesia en días anteriores en señal también de luto, venía el momento mágico para los chavales y que tanto nos gustaba, del toque de las carracas por las calles del pueblo para anunciar a los vecinos los actos religiosos.  Por eso, en cada una de nuestras casas se guardaba al menos una carraca para sacarla a la calle y tocarla durante estos días. 


Y claro, para estos actos, Viacrucis del Viernes Santo incluido, se solía contar para las pláticas de rigor con el predicador de turno venido de fuera, que digamos se explayaba a condición desde el púlpito; haciendo que sus palabras, un tanto acusadoras a nuestra forma de entender, retumbasen con tremenda fuerza entre los muros de la iglesia, haciendo que los feligreses permaneciésemos en completo silencio y con la cabeza agachada en muchas ocasiones.

  

Y en este conjunto de actos de la Semana Santa de aquel entonces, había otro momento que a los chavales del pueblo nos llamaba mucho la atención, porque nos parecía curioso y hasta chocante si se quiere.  Y era el acto del lavatorio de pies en los Oficios del Jueves Santo por parte del sacerdote a algunos vecinos del pueblo, tratando de representar tan fiel como era posible esa escena de la pasión de Cristo tantas veces escuchada en los Evangelios.  


Pero que nos parecía un tanto original que se llevase materialmente a efecto allí en la propia iglesia; por lo que cada Semana Santa de nuestra niñez estuvimos atentos a ese momento.  Y claro, los comentarios entre nosotros trataban muchas veces de adivinar a qué vecinos les lavaría el sacerdote los pies aquel año.  Y apuestas había para todos los gustos.



José Javier Terán.







miércoles, 9 de abril de 2025

Camino del campo a segar



 Era verano y, el sol, situado en su punto más elevado a aquellas horas de la tarde, apretaba de lo

lindo aquellos días, lo que en esas fechas encaramaba hasta límites insospechados a la canícula

más asfixiante del momento.

foto de segadora antigua (internet)
                                               Máquina segadora antigua (Foto Internet)


Y así día tras día, cuando el reloj marcaba indefectiblemente las tres en punto de la tarde, o quizás

las cuatro en otras ocasiones y, sin telediario ni novela televisiva que llevarse al tiempo de las

horas tras la comida (aún la televisión no había llegado al pueblo) que permitiese un pequeño relax

de unos cuantos minutos a la sombra del interior de la casa, lo que obligatoriamente debía

ejecutarse a aquellas horas intempestivas de la tarde era enganchar las mulas a la máquina

segadora y tomar a continuación alguno de los caminos de salida del pueblo en dirección al

campo; con todo el calor de los rayos de sol aplanando cada uno de los instantes de la tarde,

partiendo en dirección a la finca que, realizadas con carácter previo las correspondientes

comprobaciones sobre la madurez o no del fruto sembrado, tocaría el turno de siega durante las

próximas horas.


Y, además, enfrentados al sol a cuerpo gentil en la práctica, solo cubiertas nuestras cabezas por un

sombrero que, en el mejor de los casos, llevaría ya varios veranos con nosotros, tratando de

mitigar en lo posible el calor tan asfixiante de aquellos momentos.


Por ello, los pasos en el camino devenían excesivamente lentos. A la par, el silencio en el campo

a aquella hora, contra lo que pudiese pensarse, no parecía ser total. Pues al ruido que ya de por sí

emitían nuestros pasos y el de las mulas, junto al de las ruedas de hierro de la máquina segadora al

desplazarse, se unía el de las incansables chicharras al borde del camino. Y, de vez en cuando, el

que producía algún pájaro que se veía en la necesidad de abandonar precipitadamente la sombra

que le proporcionaba la maleza del camino o algún árbol de mediana altura al pasar junto a ellos.

Nuestras miradas, sobre todo las de los chavales que acompañábamos a la familia tratando de

ayudar en las diferentes faenas, cansadas y como perdidas en la lejanía del horizonte; y el

pensamiento quizás embebido en los juegos que pensábamos retomar en la calle una vez

regresásemos al pueblo. En cambio las de los mayores, firmes en un punto del fondo del camino y

pensando en la mejor manera de encarar la faena próxima, para tratar de finalizarla antes de que la

noche hiciese acto de presencia.


Llegados a la finca objeto de la siega, cada uno de nosotros teníamos ya definido el cometido que

nos tocaba y a él nos aplicábamos con presteza.


Paso a paso, la máquina segadora iba depositando en el suelo la mies segada, que pronto, los

ayudantes convertíamos en una serie de morenas o montones dispuestos ya para un posterior

acarreo de la misma hasta la era.


Y, entretanto, el sol, por su parte, continuaba proyectando con una inusitada fuerza sus rayos más

potentes sobre todos nosotros, que nos veíamos en la necesidad de tomar algunos minutos para el

descanso; aprovechando entonces para dar el correspondiente tiento al botijo que guardaba aún

fresca el agua recién recogida en la fuente del pueblo antes de la salida, lo que nos permitía un

cierto respiro momentáneo al sentir cómo dentro de nosotros parecía mitigarse un tanto el calor.

Concluida la faena, con la canícula ya desaparecida en gran parte, coincidiendo en esencia con el

final de la tarde, el camino de regreso a casa resultaba con diferencia mucho más gratificante que

el de ida.


Para los mayores, porque se había podido finalizar el trabajo programado y esperaba en casa el

merecido descanso; y para los más pequeños, porque volveríamos en breve a coincidir en la calle

con el resto de amigos del pueblo para iniciar nuevos juegos a nuestro aire hasta bien entrada la

media noche.


Eso sí, al día siguiente más de lo mismo; y siempre con el asfixiante sol sobre nuestras cabezas

apenas cubiertas por aquel sombrero de marras.


                                                                       José Javier Terán.




sábado, 12 de octubre de 2024

Las marcas del tiempo

 

En aquellos años de cuando chaval en el pueblo, no había momento del día casi –salvo

cuando estábamos en la escuela- en el que las calles no estuviesen ocupadas por algunos

de nosotros, concentrados en el desarrollo efectivo de nuestros juegos, y alegres y

risueños por demás; como expresando a todas luces que en aquel entonces éramos

completamente felices.


Y, en efecto, lo éramos ejecutando los distintos juegos que, por la edad, nos

correspondía; dependiendo un poco del tiempo del calendario y otro poco de la moda del

momento o de la ocurrencia de alguien del grupo. Eso sí, si el grupo se decidía por un

determinado juego, cada día íbamos apareciendo cada uno de nosotros con el instrumento

o el útil necesario para el juego: la peonza, el pincho de madera, la cuerda, la chapa o el

platillo, los cromos, etc., etc.

Y claro, en todos nuestros juegos tenía una importancia primordial el fútbol. Por lo que

dedicar un tiempo razonable cada día a la práctica de este deporte era algo de obligado

cumplimiento para todos nosotros. Dependiendo en ocasiones, eso sí, de la buena

disposición que tuviese en un determinado momento el que era el propietario del balón,

de si le soltaba o no cuando al resto nos apetecía jugar un partido de fútbol.


Los días se nos hacían siempre excesivamente cortos para tantas actividades como

queríamos realizar a lo largo de sus horas. Y andar siempre de acá para allá, ocupados en

decenas de juegos era nuestra máxima diaria; por lo que tan pronto se nos podía ver en

una zona del pueblo, como al minuto siguiente haber desaparecido de ella para poder

desarrollar nuestro siguiente juego en la parte opuesta del mismo.

Aunque no por ello, ocurría que no estuviésemos atentos también a lo que de novedad

ocurría en sus calles. Por ejemplo, de si llegaba algún vehículo – tipo coche, camión,

motocicleta- que no fuese de allí; por lo que, de inmediato, nos picaba la curiosidad y

corríamos detrás de él para saber dónde se detenía y cuál era el motivo que le traía

hasta allí.


Igual que pasaba con los vehículos ya habituales, los que suministraban al pueblo el pan, la

carne, el pescado o la fruta. Convirtiéndonos a veces, ya que pasábamos por allí, en

verdaderos pregoneros de la mercancía para el resto de los vecinos.

En este aspecto, siempre nos sorprendía a los chavales la llegada al pueblo con una cierta

regularidad de una furgoneta repleta de productos de alimentación que podían formar la

cesta de la compra de aquel entonces; siendo, además, portadora de otra serie de

utensilios o útiles para la casa de utilidad también necesaria. Y que, al comprobar cómo

la furgoneta llevaba siempre en su interior todo lo más imprescindible que las familias

pudiesen necesitar para el día a día, convinimos en bautizar al propietario de la misma

con este cariñoso apelativo: “el Arca de Noé”.


Y es que, lo mirases por donde lo mirases, llevaba consigo siempre un poco de todo lo que

en aquel entonces te pudieses imaginar. Porque cualquier cosa que se le pidiese, allí

aparecía con ella frente a la gente después de revolver algunos instantes en el interior

de la furgoneta. Por lo que con ese cariñoso apodo se quedaría para el resto del tiempo.



Otra de las personas que habitualmente llegaba al pueblo con una cierta asiduidad y un

tanto curiosa también, era “el afilador”. Y la verdad que, en este caso, los chavales no le

profesábamos especial cariño; e incluso nos podía llegar a producir un cierto miedo por

momentos. Porque su aspecto físico era ya un tanto extravagante; mostrándonos

también por su parte muy poca empatía para con nosotros; y hasta un acusado mal genio,

unido a su potente voz, que nos asustaba a veces.


Si a todo ello le unimos que el artilugio con el que se hacía acompañar para ejercer su

profesión de afilador resultaba ya un tanto extraño de entrada, y que cuando lo ponía en

funcionamiento saltaban al exterior un montón de chispas debido a la fricción del

utensilio a afilar con la piedra, el rechazo a su figura alcanzaba su grado máximo.

Momento en el que su voz retumbaba con más fuerza si cabe al indicarnos, enfadado, que

nos alejásemos de allí para que las chispas no nos alcanzasen.

Y claro, el hecho de que siempre apareciese pertrechado de un gran paraguas negro

entre sus pertenencias, no importaba la época del año que fuese, nos inclinaba mucho más

a seguir mostrándole nuestro rechazo de manera casi general.


Y es que nuestras dotes de observación, para luego hacer nuestras propias componendas,

no parecían tener límite en aquellos años cuando chavales en el pueblo.



                                         José Javier Terán.






lunes, 28 de marzo de 2022

La fragua


En aquellos años, en cualquier pueblo que se preciase de tal, existía una fragua y un herrero que se encontraba al frente de la misma.


En Velillas, los chavales de mi generación no la conocimos funcionando como tal. Pero sí sabíamos que existía aún, aunque en ruinas, la casa que la albergase en su tiempo.  Y no en vano y para mayor abundamiento, a la calle donde se encontraba, se la conocía como calle de la fragua. 


Se ubicaba en una calle lateral del pueblo, junto a un arroyo; y lo poco que quedaba de ella como construcción, junto a un montón de matorrales y zarzas que habían crecido en su interior, le proporcionaban al lugar un aspecto un tanto siniestro y fantasmagórico, poco apetecible de visitar o pasar incluso junto a él; a pesar de que los chavales recorríamos cada palmo del pueblo.


No obstante, aquí la situación cambiaba, máxime cuando varios del grupo habíamos escuchado a algunos de los mayores del pueblo contar alguna historia bastante particular de aquel lugar, con supuestas voces a destiempo unidas a extraños golpes de martillo sobre un hierro.  La leyenda nos llegó así hasta nosotros y, cuando en nuestros juegos, teníamos que pasar frente a la fragua en ruinas, lo hacíamos de prisa y mirándola de reojo.


Así que en aquel entonces, los habitantes de Velillas, cuando precisaban algún trabajo de herrería, tenían que desplazarse hasta Quintanilla, donde sí existía herrero; cuyo nombre todos conocíamos: Sine; aunque los chavales no supiésemos en realidad su nombre de pila.


Y en más de una ocasión, sobre todo durante el verano, algunos de nosotros teníamos que coger con cierta urgencia la bicicleta y desplazarnos hasta Quintanilla con algún formón del arado para aguzar o alguna cuchilla de la máquina segadora que afilar, que nos habían entregado nuestros padres.


Y la verdad que cuando acudíamos a la fragua de Sine, nos sorprendía un tanto todo lo que allí encontrábamos, desde su propia figura, envuelta en un gran mandil o delantal largo y de color oscuro, la gran cantidad de hierros depositados en los alrededores, las máquinas de gran tamaño que tenía en el local y cuyo nombre desconocíamos por completo; luego sabríamos que se trataba del martillo pilón, del yunque, del gran fuelle que insuflaba aire para que ardiese el carbón depositado en un gran horno y que ayudaba a la hora de dar forma a las piezas de hierro. Y también la gran cantidad de chispas de fuego que saltaban a cada momento que el herrero ejecutaba algún trabajo. 

 

Todo aquello era una gran novedad para nosotros y por eso nos llamaba tanto la atención.  Al igual que nos sorprendía el hecho de que siempre encontrásemos alrededor de la fragua a varias personas que observaban con detenimiento los trabajos del herrero. 


Por todas aquellas novedades, no se nos hacía una tarea penosa y que aborreciésemos en especial cuando en casa se nos indicaba que teníamos que coger la bici y acercarnos hasta Quintanilla, hasta su fragua más en concreto, con algún encargo urgente para poder reparar y seguir utilizando luego alguna de las máquinas que se utilizaban en las labores del campo.

 

                                               Javier Terán.





lunes, 7 de marzo de 2022

Cuando en Velillas descubrimos el cine

 

Aquella mañana, los chavales de Velillas, que jugábamos al fútbol en una era

cercana a la carretera, vimos cómo por ésta se acercaba a paso lento hasta

nosotros una especie de gran carromato, todo él cerrado, tirado por dos

caballerías y que, al llegar a la altura del pueblo, cambiaba el sentido de la

marcha para adentrarse en el mismo.

Sorprendidos por aquel hecho tan poco común para nosotros, dejamos de

pronto nuestros juegos y acudimos a su encuentro, siendo de inmediato

requeridos por alguien desde el carromato para que le indicásemos la casa

del alcalde al que querían pedir permiso para acampar e instalarse en el

lugar por un par de días.

A primera hora de la tarde, como los chavales no nos apartábamos del lugar

donde aquel grupo de titiriteros había acampado, se nos invitó por alguien

de ellos para que les acompañásemos en el recorrido por el pueblo para

anunciar la actuación que aquella misma tarde-noche efectuarían para todo

el pueblo en la Casa de Concejo.

Y así lo hicimos de muy buen grado, en una comitiva compuesta por varios de

ellos, un par de perros con los que pronto nos encariñamos, una graciosa

cabra que también actuaría en el espectáculo y todos nosotros que

estábamos encantados de asistir a un espectáculo antes nunca visto en

Velillas.

Pregonamos su actuación por cada una de las calles del pueblo, recordando

aún con todo detalle, a pesar del tiempo pasado, la pequeña anécdota que

marcaría este recorrido por el pueblo. Pues ocurriría que quien pregonaba

 

el espectáculo a viva voz tras el correspondiente toque de trompeta de

alerta, anunciaba que éste tendría lugar aquella misma noche en la “Casa de

Conejo”, circunstancia ésta que a nosotros, los chavales, nos llamó

sobremanera la atención y reímos de buena gana, pues a pesar de nuestra

insistencia en enmendar el error, diciéndole que se trataba de la “Casa de

Concejo”, el pregonero insistía una y otra vez que el espectáculo se llevaría

a cabo en la “Casa de Conejo”; anécdota esta que se nos quedaría muy

grabada y aderezada con un sinfín de risas por nuestra parte.

Llegada la hora de la representación, en un salón a rebosar de vecinos, y

tras unos primeros minutos de actuación de quien tenía a su cargo el que la

cabra realizase una serie de evoluciones y saltos sobre un pequeño pedestal

de madera, llegó el plato fuerte que se nos había anunciado con profusión.

Se trataba de la proyección sobre una de las paredes del salón de actos,

sobre la que previamente se había adherido una gran sábana blanca a modo

de pantalla, de la película que llevaba por título “El caballito Huracán”; que

iba a ser para todos nosotros, nada más y nada menos, que nuestra primera

toma de contacto con el cine.

Y la verdad que fue una sensación gratificante, a la par que emocionante y

cargada de sorpresa, la que sentimos al poder ver con nuestros propios ojos

cómo sobre la sábana que cubría aquella pared se desplazaban los diferentes

personajes que iban apareciendo y saliendo de la escena y, sobre todo, aquel

“caballito Huracán”, blanco como la nieve, que no cejaba de correr y dar

saltos increíbles en medio de aquellos verdes prados que se nos iban

mostrando. Ni que decir tiene que la película, que tendría sus muchos años y

habría rodado ya por muy diferentes escenarios, unido a la precariedad de

la máquina que la reproducía, sufriría durante su exhibición más de uno y

más de dos cortes, cuya continuidad real se puso en duda en algún momento.

Pero en cualquier caso, así, de esta manera tan gráfica, fue cómo los

chavales de Velillas de aquellos años, aún no llegados a la adolescencia

muchos de nosotros, tomamos el primer contacto con la sorprendente

técnica del cine. Y nos atrapó, lógicamente.

 

Javier Terán.

 


miércoles, 26 de enero de 2022

El abagón

 

(Hace mucho tiempo, Javier, me mandaba este articulo para compartir con todos vosotros, le pido disculpas  por la tardanza y espero sus colaboraciones como siempre.)

Para todos los habitantes de buena parte de esta amplia Comarca saldañesa, decir “el Abagón” en aquellos años, era decir el medio de transporte ágil y barato que, viviendo pongamos en Velillas o Quintanilla, te permitía comunicarte cada día con facilidad tanto con Saldaña y Guardo por el norte, como con Carrión y Palencia por el sur. En unos momentos, además, en los que escaseaban los coches particulares en las familias.

En efecto, porque el abagón era el coche de línea que, de manera regular, hacía la ruta provincial entre Aviñante de la Peña, en el norte de la provincia, y la capital de ésta, pasando por un montón de localidades, entre ellas las ya citadas: Velillas y Quintanilla. Y claro, puesto así casi a la puerta de casa, el abagón era quien nos llevaba cada martes a Saldaña para poder estar, desde primeras horas de la mañana incluso, en el mercado que tanta fama tenía en los contornos, y que aún sigue teniendo. Eso sí, el regreso a Velillas lo hacíamos casi siempre andando (o como se dice ahora, en el coche de San Fernando: un rato a pie y otro andando). Y ello, porque la hora en la que el autobús regresaba de vuelta, camino de Palencia, nos cogía avanzada la tarde.

Muchos de estos martes –sobre todo el primero de cada mes por ser mercado especial-, como el autobús venía ya cargado de gente “hasta los topes” –como familiarmente decíamos-, ocurría que si queríamos viajar hasta Saldaña, teníamos que apretujarnos tanto unos contra otros que el cobrador que iba a bordo del mismo y que nos cobraba el viaje expidiéndonos aquel billete de papel tan largo, porque incluía a todos los pueblos del recorrido, y que marcaba taladrando mediante un curioso artilugio tanto el nombre de la localidad a la que ibas como en la que te habías subido al coche, apenas si podía pasar entre toda la gente para ejercer su función antes del final del viaje; y de chavales, comentábamos en más de una ocasión que el viaje hasta Saldaña nos había salido gratis porque el cobrador no nos había podido localizar entre tanta gente.

Claro que, de manera general, el viaje era tan corto, seis kilómetros tan sólo, que apenas si habías subido al autobús, que ya estaba bajando las cuestas de Saldaña para, a continuación, asomar ya frente a nosotros los primeros edificios de la localidad. Diferente era, empero, cuando se cogía el abagón para ir a Palencia, entonces sí que el viaje resultaba más largo. Pero, como no se hacía muy de común siendo chavales, hasta resultaba agradable ir montado en él, vivir ese continuo subir y bajar de gente, observar cada uno de los pueblos por los que pasaba y contemplar el paisaje a través de la ventanilla.

Y en estos viajes hasta Palencia –hasta la capital, como decíamos-, había una anécdota que siempre nos llamaba la atención a los chavales. Y era que, algunos momentos antes de llegar a Palencia, había que atravesar un puente, conocido como “el de los suspiros”, en el que la calzada, por los badenes o depresiones existentes en la misma, hacía que el autobús se moviese irregularmente y los viajeros parecía como si saltasen o suspirasen en sus asientos. Escena que a todos nosotros se nos quedaría grabada para siempre en nuestra memoria.

Hoy en día, aunque sigue en vivo esta línea regular de viajeros con la empresa Abagón explotándola, muchas de las localidades del recorrido han quedado supeditadas a tener que demandar telefónicamente la necesidad del desplazamiento en cuanto al día concreto, para que el autobús pase por su localidad. Es el signo de los tiempos cuando, en la práctica, cada vecino de estos pueblos tiene a la puerta su vehículo particular que le permite desplazarse de acá para allá.

Pero el recuerdo de aquel “coche de línea” conocido por todos como “el abagón”, con su baca porta equipajes en la capota del vehículo, a la que se accedía mediante una escalera adherida al autobús en su parte trasera, quedará grabado para siempre en la memoria de los habitantes de las muchas localidades por las que pasaba cada día; donde la hora de su llegada a diario era un referente muy a tener en cuenta.

 

Javier Terán.

martes, 1 de junio de 2021

Con flores a María

 “Venid y vamos todos

con flores a porfía,

con flores a María

que Madre nuestra es...”

 

Ésta sería tan solo una pequeña estrofa del otrora famoso poema “Con flores a María”, que en pleno mes de mayo -el mes de las flores por excelencia-, los escolares de Velillas, al igual que ocurría en cientos de localidades más, cantábamos en la iglesia en la misa mayor, con la emoción puesta en cada uno de los versos, ante la figura de la Virgen colocada sobre unas andas en un puesto de privilegio al lado del altar mayor, y que el resto del pueblo acompañaba también con sus voces, resultando un conjunto sonoro de bonita armonía que trasladaba su eco por todo el templo, convertido así en perfecta caja de resonancia.

Pero no era éste el único poema que los escolares le dedicábamos a Élla durante ese largo mes.  Porque, había unos cuantos más que, previo ensayo con la maestra en la escuela, algunos de nosotros le recitábamos a la Virgen, entre el nerviosismo y el orgullo por haber sido elegidos para ello.  Y es que el momento requería alguna dedicación extra por nuestra parte, pues era menester aprenderlo de memoria a la hora de recitarlo.

Entretanto, en el exterior, principalmente en las eras y los prados de alrededor, se estrenaba con fuerza la primavera, haciendo que comenzasen a brotar infinidad de flores; entre ellas las margaritas, que poblaban estos espacios de una manera muy visible, y que eran el signo y señal que nosotros teníamos a mano para advertir bien a las claras que la primavera estaba ya presente en el pueblo.

Flores del campo que recolectábamos en grupo y que pasaban a formar parte, igualmente, de nuestro ofrecimiento a la Virgen, tras confeccionar un colorido ramo de flores que depositábamos a sus pies con todo el cariño del que éramos capaces.

Y como ya en mayo la temperatura exterior había subido unos cuantos grados con respecto al invierno, invitando a estar más tiempo en la calle y a salir al campo y admirar su belleza, los chavales aprovechábamos la ocasión y hacíamos grandes caminatas por los alrededores del pueblo.  Pero como no era nuestro signo estar ociosos durante esos paseos, en el trayecto íbamos atentos a los pájaros que pudiesen salir volando de entre los ramajes, hierbas y zarzas del camino, pues sabíamos que tras ellos podíamos descubrir algún nido de estos pájaros, con sus crías ya salidas del cascarón; pues de sobra conocíamos que este llegar a la vida de las nuevas crías de las aves del campo se producía justo durante el mes de mayo.

Así que observábamos a los polluelos recién nacidos, teniendo la precaución de no tocarlos ni maniobrar en los alrededores del nido, pues se nos había dicho que si lo hacíamos y sus progenitores se daban cuenta de ello, podían hasta llegar a abandonarlos a su suerte cuando regresasen para alimentarlos.  Por lo que, lo único que hacíamos entonces era observarlos durante unos instantes y localizar visualmente el lugar exacto para regresar días posteriores para ver su evolución.

El campo, entretanto, veíamos que gozaba ya de un verdor espectacular, lo que nosotros relacionábamos de una manera directa con un pronto final de curso en la escuela y todo un largo verano para nosotros, aunque también sabíamos que tendríamos que ayudar en casa en las faenas del campo y posteriormente en la era. 


                                                                   Javier Terán.




martes, 3 de noviembre de 2020

Saldaña y los martes


 Lo que significaba en aquellos años de nuestra niñez y adolescencia en Velillas, el mercado de los martes de Saldaña, quedará grabado en nuestra memoria para siempre.  Llegando hasta tal punto que, muchos de nosotros, a pesar del tiempo transcurrido, los martes los seguimos asimilando con el mercado semanal de Saldaña.  Porque Saldaña y los martes siempre irán unidos.


Y es que, en aquellos años, en Saldaña encontrábamos prácticamente todo lo que necesitábamos en nuestro día a día.  Y los martes, como si de un cuento mágico se tratase, se hacían realidad, al quedar cubiertas, muchas de las necesidades perentorias surgidas. Porque el mecanismo se repetía una y otra vez y casi siempre ocurría que se cumplía el deseo.


 


Que un día se precisaba algún útil de la casa, tipo electrodoméstico menor o el propio menaje de la misma, se esperaba al mercado del martes en Saldaña para adquirirlo.  Que se necesitaba la reposición de alguna herramienta de las de uso en las labores agrícolas, se adquiría el martes en Saldaña.  Que los escolares necesitábamos algún libro o algún útil para la escuela, tipo bolígrafo, lapicero, libreta…, se lo encargábamos el martes a aquel miembro de la familia que se desplazase a Saldaña a estos y otros menesteres.

 

Y así, muchas circunstancias de la vida y necesidades de los vecinos de Velillas giraban en torno al martes y el mercado de Saldaña.  Desde estar pendiente de la hora en la que pasaba el coche de línea que nos acercaba hasta él, hasta priorizar las necesidades familiares en función de poder adquirirlas el martes siguiente en el mercado.  Pasando por utilizar el día de mercado para permitirse un pequeño descanso o relax respecto a las faenas agrícolas diarias y, de paso, tomar contacto y cambiar impresiones sobre los devenires del campo con otras personas de la comarca. 

 

Y con qué ilusión y ganas esperábamos los chavales el regreso a casa, una vez finalizada la mañana, del miembro de la familia que aquel martes se había trasladado a Saldaña y llevaba nuestra particular lista de  encargos: adquirir el nylon, los plomos, los anzuelos y el corcho para la caña de pescar; o los reteles para poder salir a pescar cangrejos con los amigos en breve; las libretas y el bolígrafo que nos había ordenado llevar la maestra a la escuela al día siguiente –consciente también ella de que el martes nos lo adquirirían en Saldaña-; la peonza nueva o la cuerda necesaria para hacerla bailar y que sustituiría a otra ya vieja y deshilachada; los cordones nuevos para los zapatos que volveríamos a vestir en las próximas fiestas, y los caramelos y dulces de rigor que siempre sabíamos llegaban cada martes que alguien de la familia acudía al mercado de Saldaña.

 

Esos sí que eran los Reyes Magos de verdad para nosotros.

 

Javier Terán.




martes, 27 de octubre de 2020

Un cantamisa en Velillas


Cuando chavales en el pueblo, pasábamos la mayor parte del día en la calle, siempre que las 

circunstancias nos lo permitían. Y como recorríamos el pueblo cientos de veces al cabo del día de acá 

para allá, casi siempre estábamos al cabo de la calle de lo que acontecía en el lugar y de alguna posible 

novedad que se produjese en la vida ordinaria del pueblo, a pesar de que, de manera general, 

estuviéramos enfrascados en nuestros juegos.El caso es que un día, de pronto, allá mediados los años 

60, nos llamó la atención cuando nos dijeron que en breve se iba a producir en el pueblo un gran 

acontecimiento pocas veces visto hasta entonces: el cantamisa de un nuevo sacerdote oriundo de 

Velillas. 

Y, en efecto, no se tardó mucho en iniciar los preparativos de tal acto. Siendo el levantamiento 

del “mayo”, un tronco o palo alto que se alzaría en una de las tierras colindantes al casco del pueblo, el 

que más expectación causó entre nosotros los chavales y entre las gentes del pueblo en general. En ello 

colaboró todo el pueblo, en especial los mozos, que previamente se habían dirigido a las inmediaciones 

del río donde, con el consentimiento y autorización correspondientes, elegirían el tronco de árbol a 

cortar para transportarlo luego hasta el pueblo e izarle como señal de fiesta. 

En efecto, ayudados de unas cuantas cuerdas y sogas atadas a diferentes alturas del palo y tirando de 

ellas en varias direcciones se consiguió depositar el “mayo” sobre el agujero previamente efectuado en 

el terreno e izarlo convenientemente. Luciendo éste en su parte más alta una banderola de color blanco 

como señal de que en aquel pueblo se estaba de fiesta por el cantamisa de uno de sus hijos. 

La verdad que fue todo un acontecimiento en Velillas aquel cantamisa. Todo el pueblo se vistió de fiesta

 y acudió a la iglesia a presenciar y compartir el acto. Los que eran monaguillos en aquel momento y les

 había tocado ayudar a misa, estaban nerviosos por el novedoso acontecimiento y porque no querían 

cometer ningún error durante la celebración.




  Desde la capital se desplazó el Sr. Obispo y varios sacerdotes más, además de los titulares de las 

parroquias cercanas a Velillas, poniéndose la iglesia de bote en bote. 

Nosotros los chavales, ubicados en el lugar de la iglesia de costumbre, tuvimos también nuestro 

protagonismo, porque habíamos formado  una especie de coro y acompañamos el acto con nuestras 

canciones en varios momentos de la misa de gala que se organizó.

Los familiares del que iba a ser ordenado sacerdote ocuparon un sitio preferente en la iglesia; y éste, 

una vez realizados los actos centrales y tras las promesas, votos y renuncias de rigor, fue ordenado

 nuevo sacerdote por parte del Sr. Obispo, que le cedería a partir de entonces todo el protagonismo en el

 desarrollo del resto de la misa.

Tras la ceremonia, todo el pueblo, junto con los celebrantes de la misa y el propio protagonista del

 cantamisa, nos dirigimos hasta las inmediaciones del lugar donde se había izado el “mayo” para 

continuar con las celebraciones. Hubo a continuación música y un pequeño refrigerio; con el mayo allí 

en medio como signo y representación de que en Velillas había sido ordenado un nuevo sacerdote.

Un acontecimiento nada habitual por sus particulares características, que impactó entre los habitantes 

del pueblo y de otros de los alrededores.

Y nosotros, los chavales, aquel día y los sucesivos durante las semanas siguientes, centraríamos 

nuestros juegos en las inmediaciones de aquel “mayo” que tanto nos había impactado.


                                                    Javier Terán



sábado, 11 de julio de 2020

Nuestras artes de pesca (y 2)







Otra de las artes de pesca, que también seguíamos al pie de la letra en cuanto a preparación de aparejos y ritual en general en aquellos años cuando chavales en Velillas, era la pesca de cangrejos.

Aunque en esta ocasión, contando con la ayuda de los mayores de la casa, los abuelos generalmente, en el momento de la confección de las redes para los reteles que empleábamos en la captura de los cangrejos.

Porque, aunque los reteles los habíamos adquirido también en Saldaña, si queríamos disponer de alguno más de manera rápida, o si se trataba de reparar la red de alguno de ellos, entonces teníamos que recurrir a nuestros mayores, que ellos sí sabían repararla o tejer la red de manera adecuada para adherirla luego al aro de hierro que hacía que el retel bajase hasta el fondo del arroyo o del río, una vez depositado sobre el agua.

Así que, una vez preparados todos los reteles y buscado el cebo más adecuado, partíamos, con la alegría reflejada en el rostro, hacia las inmediaciones del arroyo que ya conocíamos como más cangrejero de todos los que rodeaban al pueblo.

Llegados al lugar y sin perder ni un solo minuto, porque las ganas de ver nuestros reteles llenos de cangrejos iban en aumento, echábamos todos los artilugios al agua dejando bien visibles las cuerdas que los sostenía; esperábamos, nerviosos eso sí, algunos minutos y comenzábamos a levantarlos uno por uno ayudándonos de un palo de una cierta longitud, que en su punta terminaba en una especie de horquilla que permitía que la cuerda del retel se deslizase a su través.

Y era entonces el momento por antonomasia de la alegría o de la decepción, dependiendo de si el retel contenía algún cangrejo o no; y si, aun teniendo alguno, el tamaño del mismo era el buscado.

Y la tarea se repetía de esta misma guisa una y otra vez durante la tarde, y siempre con la esperanza de que esta vez sí, varios de los reteles se mostrasen a rebosar de cangrejos, que era cuando mayor alegría reflejaban nuestros rostros.

Y es que ya nos imaginábamos llegando a casa con nuestro abultado cargamento de cangrejos depositados en aquellos particulares fardeles tan a propósito elaborados, y mostrándoselos a nuestras madres, que serían al final las que se encargarían de cocinar tan exquisito manjar. 

Así que, cuando la tarde ya se vencía y comenzaban a aparecer en el horizonte los primeros signos de oscuridad, nuestra aventura de pesca de aquella tarde se daba por concluida.  Y regresábamos a casa contentos y con un doble regusto ciertamente agradable, el de haber conseguido un buen número de ejemplares, y el que comenzábamos a sentir en la boca imaginándonos sentados en la mesa degustando una gran cazuela de cangrejos especialmente aderezados culinariamente por nuestras madres.

Y claro, luego quedaba contar nuestra andanza de la tarde de pesca al grupo de chavales del pueblo que no se habían embarcado aquel día en aquella apasionante aventura.  Y ahí sí que la gozábamos también.

                    Javier Terán.




jueves, 11 de junio de 2020

En torno al verano del pueblo







Avanzada la primavera, y con los amaneceres mucho más tempranos en el horizonte, con el aumento diario de las horas de luz y los primeros calores en el ambiente, cada año, comenzando el mes de junio la vida en Velillas en aquel entonces parecía adquirir un ritmo endiabladamente acelerado de actividad laboral camino ya del verano.  Y que no mermaría a partir de ahora hasta bien finalizado septiembre.



Aunque en torno al ocho de septiembre, festividad de la Virgen del Valle, Patrona de Saldaña y su Comarca, como todos sabemos, era una fecha tentativa y que se tenía muy en mente, a poco que las cosas fuesen medianamente bien, para haber finalizado ya el grueso de las tareas agrícolas, con el grano ya recogido en las paneras, incluso.



Nosotros, los chavales, que a esas alturas del calendario sólo teníamos que acudir a la escuela en jornada de mañana, recibíamos este mes de junio con especial agrado, pues nuestra única meta a esas alturas del curso eran las vacaciones de verano; aunque bien sabíamos que  no estaríamos libres del todo para holgazanear a nuestras anchas, pues debíamos ayudar en casa en las faenas agrícolas de la recolección, donde cualquier mano que se pudiera echar era bien recibida. 



Pero también, entre nuestras preferencias de adolescentes, sabíamos encontrar el tiempo necesario para estar en la calle con los amigos y recorrer el pueblo y sus alrededores una y otra vez con nuestra variedad de juegos bien definida.



En tanto, los días del verano continuaban su camino y las duras faenas agrícolas, que se iban encadenando unas a otras sin solución de continuidad hasta tener el grano en la panera, se adueñaban de cada uno de los días, hasta el punto de  hacerlos prácticamente iguales; pues hasta el calor parecía ser el mismo en cuanto a intensidad y cada día parecía pesar más, por lo que estando en pleno agosto, se buscaba la sombra siempre que se podía. 



Y si esos momentos de sombra al cobijo del sol aplanador que dominaba en el exterior, se acompañaban con un par de tragos de agua bien fresca del botijo que poco antes habíamos rellenado en la fuente, de la que todo el pueblo era consciente de que proporcionaba el agua mejor y más fresca de la comarca, la cosa alcanzaba ya unas dosis altas de bienestar.



De esta guisa, los días transcurrían rápidos, y avanzado el mes de agosto los trabajos agrícolas se daban totalmente en las eras, que bullían de actividad hasta bien avanzada la puesta de sol en el horizonte del pueblo. 



Momento éste en el que todos sus habitantes se retiraban ya a descansar a sus casas cara a poder enfrentarse el día siguiente; aunque los chavales encontrásemos todavía tiempo para reunirnos en la plaza y enfrascarnos en los últimos juegos del día a la luz de las farolas.



Mientras los días del calendario iban cayendo uno a uno, las faenas agrícolas iban llegando a su parte final con los últimos trabajos en la era y la puesta a buen recaudo de los productos obtenidos en todo el largo y laborioso proceso: siega, acarreo, trilla, separación del grano y  traslado de éste hasta la panera, antes de que alguna tormenta lo malograse en la era.



Pero de otro lado, llegado el fin del proceso agrícola, los habitantes del pueblo, tanto grandes como especialmente chicos, lo que teníamos en mente en esos momentos era el poder acudir el ocho de septiembre a la romería de la Virgen del Valle en Saldaña, con todo lo que ello significaba de un gran día de fiesta en olor de multitudes, pero también de que se había podido recoger con bien los productos agrícolas, que eran los que proporcionaban el sustento de las gentes.



Por eso, cuando la cosecha había sido generosa y se había llevado a buen término sin mayores contratiempos, las fiestas del Valle ganaban en concurrencia de personas y en dispendios más generosos de las gentes; lo que también proporcionaba riqueza económica a toda la Comarca, aparte de la satisfacción y la tranquilidad de poder encarar el próximo año sin estrecheces económicas.



Pero el final del verano y de esta fiesta en concreto, tenía también para nosotros, los chavales, un anuncio encubierto al que no queríamos prestar demasiada atención todavía, porque nos marcaba el inminente comienzo de otro curso escolar.



Con lo mucho que habíamos disfrutado durante el verano todos nosotros, libres de la rigidez del horario escolar y de las consiguientes tareas, no queríamos escuchar todavía la cantinela de que en unos días tocaría regresar a la escuela.



                        


                        Javier Terán.