lunes, 28 de marzo de 2022

La fragua


En aquellos años, en cualquier pueblo que se preciase de tal, existía una fragua y un herrero que se encontraba al frente de la misma.


En Velillas, los chavales de mi generación no la conocimos funcionando como tal. Pero sí sabíamos que existía aún, aunque en ruinas, la casa que la albergase en su tiempo.  Y no en vano y para mayor abundamiento, a la calle donde se encontraba, se la conocía como calle de la fragua. 


Se ubicaba en una calle lateral del pueblo, junto a un arroyo; y lo poco que quedaba de ella como construcción, junto a un montón de matorrales y zarzas que habían crecido en su interior, le proporcionaban al lugar un aspecto un tanto siniestro y fantasmagórico, poco apetecible de visitar o pasar incluso junto a él; a pesar de que los chavales recorríamos cada palmo del pueblo.


No obstante, aquí la situación cambiaba, máxime cuando varios del grupo habíamos escuchado a algunos de los mayores del pueblo contar alguna historia bastante particular de aquel lugar, con supuestas voces a destiempo unidas a extraños golpes de martillo sobre un hierro.  La leyenda nos llegó así hasta nosotros y, cuando en nuestros juegos, teníamos que pasar frente a la fragua en ruinas, lo hacíamos de prisa y mirándola de reojo.


Así que en aquel entonces, los habitantes de Velillas, cuando precisaban algún trabajo de herrería, tenían que desplazarse hasta Quintanilla, donde sí existía herrero; cuyo nombre todos conocíamos: Sine; aunque los chavales no supiésemos en realidad su nombre de pila.


Y en más de una ocasión, sobre todo durante el verano, algunos de nosotros teníamos que coger con cierta urgencia la bicicleta y desplazarnos hasta Quintanilla con algún formón del arado para aguzar o alguna cuchilla de la máquina segadora que afilar, que nos habían entregado nuestros padres.


Y la verdad que cuando acudíamos a la fragua de Sine, nos sorprendía un tanto todo lo que allí encontrábamos, desde su propia figura, envuelta en un gran mandil o delantal largo y de color oscuro, la gran cantidad de hierros depositados en los alrededores, las máquinas de gran tamaño que tenía en el local y cuyo nombre desconocíamos por completo; luego sabríamos que se trataba del martillo pilón, del yunque, del gran fuelle que insuflaba aire para que ardiese el carbón depositado en un gran horno y que ayudaba a la hora de dar forma a las piezas de hierro. Y también la gran cantidad de chispas de fuego que saltaban a cada momento que el herrero ejecutaba algún trabajo. 

 

Todo aquello era una gran novedad para nosotros y por eso nos llamaba tanto la atención.  Al igual que nos sorprendía el hecho de que siempre encontrásemos alrededor de la fragua a varias personas que observaban con detenimiento los trabajos del herrero. 


Por todas aquellas novedades, no se nos hacía una tarea penosa y que aborreciésemos en especial cuando en casa se nos indicaba que teníamos que coger la bici y acercarnos hasta Quintanilla, hasta su fragua más en concreto, con algún encargo urgente para poder reparar y seguir utilizando luego alguna de las máquinas que se utilizaban en las labores del campo.

 

                                               Javier Terán.





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