martes, 15 de agosto de 2023

Certamen Microrrelatos 23 (Ganadores)




LA MALDITA SILLA

No supo disimular el ligero temblor de piernas que se le
presentó al encarar el pasillo que se disponía a transitar.
Aunque le habían informado en un par de ocasiones del
proceso a seguir, en este corto paseo pudo descubrir
matices y olores no imaginados y a la vez inquietantes,
algo no advertido pero que va añadiendo más
incertidumbre a su situación. En su mente se agolpaban
imágenes sobre lo que su cuerpo iba a experimentar y
algún que otro escalofrío le sacudía; y por fin llegó a la
estancia donde se encontró de frente con la temida silla.
Siguiendo las instrucciones del personal que le
acompañaba se colocó en ella, lo hizo de manera
insegura, casi a rastras, sin ofrecer la más mínima
resistencia convencido de que su destino era inevitable.
Se notaba tenso, sudoroso, con el pulso acelerado, con
todos los síntomas de un estrés sobrevenido.
Una luz blanca intensa le forzó a cerrar los ojos mientras
un sonido nuevo y estridente le puso en guardia y fue
entonces cuando el dentista comenzó su trabajo.



                                                                   Autor: Carmelo Calle Montes






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EL CIERZO

De pequeño me contaron que el cierzo había matado a mi abuelo. En cualquier comida u ocasión en que salía el tema, el asunto quedaba zanjado con esa frase lapidaria: “Lo mató el cierzo, hija…”

Yo me imaginaba a un monstruo enorme y peludo que le había arrebatado la vida de un zarpazo. Una feroz criatura, que rugía lanzando dentelladas a diestro y siniestro. Posteriormente, comprendí que no era tan fiero. Mi abuela, sin embargo, siempre corría a mi encuentro con una chaqueta gorda cuando caía el atardecer en el pueblo. “Ha salido el cierzo hijo, ponte esto…” Yo, miraba a mí alrededor buscando a la bestia y obedecía a regañadientes. Mi abuela no era de las que negociaba nada.

Cuentan que aquel día estaba todo el pueblo atareado en la era. Los tractores y las mulas iban y venían y la gente se afanaba con la veldadora o trillaba bajo aquel sol de justicia. Antes del ocaso salió el cierzo y el paisaje cambió radicalmente. Los rostros ensombrecieron y la preocupación se dibujó en aquellos rostros exhaustos. En menos de cinco minutos todos los montones estaban cubiertos con lonas y la gente desfilaba apresurada hacia sus casas. Parecía que los persiguiese el diablo.

Mi abuela miró a mi abuelo sabiendo que él seguiría trabajando, ignorando las inclemencias. Se ajustó el pañuelo, apretó los dientes y siguió lanzando espigas de trigo al aire. Mi abuelo doblaba sus esfuerzos haciendo lo propio. Su sudor lo secaba el aire apenas brotaba. Lucha de gigantes contra un ogro invisible.

Dicen que mi abuelo empezó con fiebre esa misma noche. Creo que mi abuela no le puso la chaqueta…

 

                                                                                                   Autor: Aitor Salazar Calleja



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El pueblo 

Con un ligero dolor de cabeza, algo habitual después de unos vasos de vino propios de una noche en el bar del pueblo, Víctor despertó. Hacía ya algunas horas que el sol había despuntado, dada la luz que entraba por el ventanal de su dormitorio. Después de vestirse, salió de casa en dirección a la casa de Juanjo, a quien había prometido ayudarle a podar los frutales. De camino por la calle principal, desvió la vista hacia la casa de Herminia, esperando encontrarla sentada en el porche, junto a su hermana María, como todas las mañanas de primavera, pero no vio a ninguna de las dos. Sólo alcanzó a ver sus jerseys de lanas, extendidos en el respaldo de su correspondiente silla, y unas faldas azul y marrón en los asientos. Se extrañó por un segundo, pero esos pensamientos son fugaces.
Cuando llegó a la casa de Juanjo, se dispuso a rodearla para entrar por el lateral a la extensa huerta que poseía, esperando verle con las tijeras de la mano, ya en faena. Pero no vio a nadie. Llamó al timbre de la casa, y esperó, pero nadie acudió. Víctor no recordaba que Juanjo mencionase ayer que tenía otras cosas que hacer, por lo que, si no estaba en casa, estaría en al bar. Habría ido pronto a desayunar, y seguiría allí hablando con Jorge, el dueño. Bueno, esa era la explicación más razonable.
De camino al bar, Víctor miró a su alrededor. Era un día soleado, se oía el trinar de los pájaros, los chopos se mecían con el viento, … todo apuntaba a un día como cualquier otro. Mientras rumiaba sus pensamientos, dirigió la mirada a la ventana de planta baja de la casa de la alcaldesa, que daba a la calle. De ser otro día, habría pasado de largo, pero hoy le dio por mirar dentro, esperando ver la cama de matrimonio hecha y recogida. Pero esta vez, lo que vio fue un pijama rayado gris, y un camisón blanco de encaje, extendidos encima de la cama desecha. Esto ya perturbó a Víctor, que se apresuró a llamar a la puerta, obteniendo silencio como respuesta. Aquí pasaba algo.
Víctor ya casi corría para llegar al bar. Serían las once de la mañana, por lo menos Jorge tendría que estar. Abrió la puerta de un golpe, y al entrar, exclamó:
- ¡Oye, alguno sabe por qué nadie apar…!
No llegó a acabar la frase, ya que no le dio la voz para ello. Una silla de la barra estaba tapada por unos pantalones, una camisa, y la chaqueta de franela que Juanjo se ponía siempre estos meses. Aparte, encima de la barra estaba su reloj, su alianza, y en el suelo, sus zapatos, con calcetines incluidos. Detrás de la barra, tal y como comprobó, yacía en el suelo un montón de ropa, junto con un mandil.
Mientras Víctor aún procesaba esta escena, se escuchó un repique de campanas, las cuales anunciaban la misa de la mañana. Salió corriendo del bar, con el pensamiento de que, si las campanas estaban sonando, alguien tendría que estar tocándolas.
Casi sin aliento, cruzó la puerta de la iglesia, y fue en dirección a las escaleras que subían al campanario. Allí estaba Luis, el cura, con la cuerda del badajo en la mano. Su cara tenía un aspecto casi espectral.
- Luis, ¿¡qué está pasando aquí!? ¡No hay nadie en el pueblo, y sólo he visto su ropa tirada por…!
- Víctor, _respondió Luis con voz de pesadumbre_ no están.
- ¿¡Cómo que no están!? ¿¡Adónde han ido!? ¡Los coches están en sus casas, así que no muy lej …!
- Se los han llevado, como deberían haber hecho también con nosotros.
- ¿¡Cómo que se los han llevado!? ¿¡Quiénes!?
- Y ahora vendrán. No tendríamos que estar aquí, Víctor. Y ya es tarde. Sólo hay una manera de salir.
Luis soltó la cuerda y bajó los brazos, dejando a la vista el tramo de soga que le rodeaba al cuello. Dio unos pasos, y se subió en la poyata de la ventana, mirando al horizonte, y susurró:
- Que Dios me perdone.
Víctor vio como el cuerpo del cura descendía hacia el suelo, y tras un segundo, el seco tañido de la campana, que ocultaba el crujido de su cuello al romperse. Tras esto, Víctor, aún petrificado, contemplaba a través de la ventana algo que se podría describir sencillamente como árboles meciéndose con el viento.
Solo que ya no había viento.


                                                                             Autor: Carlos Calle del Rio






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Antonia y Manuel


Allí, en el banco junto a la frondosa y fresca ribera, era donde solía verse con el amor de su vida. Le encantaba volver a disfrutar de la ternura que desprendían aquellos ojos que le habían enamorado al verlos por primera vez en el lejano mes de abril de 1956. Habían florecido ya tantas primaveras desde entonces, pero su amor por ella seguía fresco, lleno de vida, sin marchitarse. El paso del tiempo lo había cambiado casi todo en el pueblo, pero el cantar del agua del rio y el susurrar de las hojas de los chopos permanecían inalterables, como un eco del pasado que apenas ya nadie se molestaba en escuchar.
Llegar hasta aquel lugar suponía un corto y agradable paseo que solo imposibilitaba las inclemencias del tiempo. Aunque sus piernas carecían de la agilidad que otorga la juventud todavía le permitían acercarse al aire fresco que emanaba del río con el único apoyo de su vieja cachava de madera de fresno. Todo esfuerzo era poco para tan importante cita.
En su muñeca reposaba un sofisticado reloj capaz de medir las distancias que caminaba, los latidos de su corazón e incluso la tensión arterial, pero lo cierto es que nunca lo miraba. Sus ojos, tan desgastados como sus piernas, no alcanzaban a ver aquellos diminutos números, y tampoco tenía interés en conocer esos datos. Era un regalo de sus nietos por su 90 cumpleaños y lo apreciaba más por el cariño que contenía entre sus circuitos y microchips que por su supuesta utilidad. Sentado en el banco, a la sombra de la ribera, sonreía pensando en el afán de los jóvenes por cuantificarlo todo. En estos pensamientos navegaba cuando apareció Antonia, su eterna compañera, regalándole una bonita sonrisa que en seguida fue correspondida, como reflejada por un espejo de emociones y sentimientos. Manuel tomo las manos de Antonia acariciándolas suavemente como queriendo absorber cada gramo de cariño
―Bueno Antonia, me tengo que ir, tus hijos se empeñaron en llevarme a la capital para que me vea un médico especialista , fíjate que piensan que estoy perdiendo la cabeza, dicen que tengo alucinaciones, son tercos como una mula , así que hoy me llevan en coche a Palencia para que me den los resultados .
Sentado en un asiento de plástico esperaba a ser llamado por el médico, a su lado su hijo estaba con la cabeza gacha, absorto en la oscura y pulida pantalla de su teléfono, sin mediar palabra, solo acariciando con el dedo la pantalla de aquel dichoso aparato. Manuel sonrió al darse cuenta que él era el único en la sala que tenía la cabeza levantada y eso que era con diferencia el más viejo de los allí presentes.
Un pitido hizo alzar la cabeza a su hijo, para mirar otra pantalla más grande que colgaba de una pared, en la que aparecían extrañas combinaciones de números y letras.
―Venga papá, que ya nos toca ― Dijo el hijo mientras consultaba un pequeño papel que sujetaba entre sus dedos.
―Pensé que al menos me llamarían por mi nombre―
―No papá, es un sistema de citación inteligente.
A Manuel no le parecía muy inteligente un sistema que no llamaba a la gente por su nombre y que avisaba con pitidos. Apoyado en su bastón se levantó del asiento sin dejar a su hijo que le ayudara. Con paso firme se dirigió a la puerta de la consulta.
El doctor, aunque estaba serio transmitía cierta tranquilidad.
―No hay nada de qué preocuparse― dijo el neurólogo mirando a Manuel y a su hijo― Se trata del síndrome de Charles Bonnet, el déficit en su capacidad visual provoca las alucinaciones, pero no hay ningún tipo de deterioro cognitivo. Puede intentar reducir las alucinaciones con ejercicios visuales
― Bendito síndrome, doctor, no quiero ejercicios visuales, yo quiero seguir viendo a mi Antonia que en paz descanse
― Pero papá...
―No hijo, no te metas en esto, tú te pasas el día mirando tu teléfono y no te digo nada.
Se creó un gran silencio. Manuel agarro su cachava dispuesto a salir de la consulta y regresar al pueblo, tenía que contarle a Antonia todo aquello de Charles Bonnet.


                                                                   Autor: Luis Rodríguez Sanz


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Resto de microrrelatos



Certamen microrrelatos 2023




CAMINANDO

Recorría todas las mañanas, temprano, el mismo camino. La ciudad todavía parecía dormida, y solo el silencio la acompañaba por las calles casi vacías. El sol empezaba a despuntar, y su fuerza hacía que Mariana olvidase sus problemas y la ayudaba a sentirse mejor. Otro nuevo día, pensaba, y se preguntaba: ¿será algo mejor que los anteriores? Algo en su interior le decía que lo sería, que sus inquietudes tenían solución, y que tarde o temprano esos problemas que le causaban tanta ansiedad irían desapareciendo.

Y así, con el ánimo más recuperado, iniciaba el regreso a casa. Recogía sus libros y sus cuadernos y se dirigía a paso rápido al instituto donde impartía clases. El bullicio del recibidor le daba la bienvenida y veía como los alumnos iban entrando en las distintas aulas. El trabajo era para ella lo más importante de su vida ahora. Sus padres ya no estaban, y su único hermano vivía en Wisconsin y solo se veían en las fiestas navideñas. Mientras daba clase, o cuando por la tarde se dedicaba a preparar lo que presentaría a sus alumnos los días siguientes, a Mariana se le hacía el tiempo corto. Era, cuando comenzaba a anochecer, cuando la sensación de soledad y tristeza la invadían. Pensaba, y no se le ocurría ninguna solución, ya que su carácter retraído dificultaba sus relaciones con gente de su edad.

Fue en las fiestas del instituto donde empezó a cambiar su vida; alumnos y profesores prepararon durante varios días distintas actividades que prometían ser distraídas y algunas incluso muy interesantes, como las obras de teatro que crearon algunos alumnos y alumnas, con la dedicación y entusiasmo que pueden aportar los jóvenes a ese tipo de proyectos. Mariana estaba muy ilusionada, nunca pensó que su primer año le iba aportar una experiencia tan atractiva.

Mariana colaboró en toda la preparación de la obra que finalmente fue elegida: “Caminando“, se llamaba, y gustó al público y todos disfrutaron ensayándola. Era una obra sobre la alegría y el dolor; sobre la ayuda que unos a otros podemos darnos. Caminando juntos, sin miedo a descubrir lo que la vida nos vaya dando. Mariana, detrás de su disfraz, se sentía otra persona. Estos son los milagros del teatro, y sobre todo, los milagros de sentirnos unidos en un proyecto común.

                                                                                   

                                                                               Autora: Margarita Alonso García-Amilivia


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Crecer

Se llamaba Ander y tenía sólo 9 años, pero en términos de madurez aparentaba algunos años

más. Estaba acostumbrado a estar casi siempre rodeado de personas adultas.

Hacía poco que sus padres habían hecho un chalet en un pueblo cercano a su ciudad natal.

Para los otros niños del pueblo era un forastero, alguien de quien cuchichear sin recato, pese a

estar él delante, pero con quien no mezclarse. Eso a él no le importaba, tenía un amigo con

quien compartir su tiempo en el pueblo, su perro Puma.

Puma llegó muy cachorro a casa, era una mezcla de varias razas, y como siempre se dice de

quien se aprecia, había sacado lo mejor de cada casa.

Inicialmente vivió unos meses en el piso de la ciudad hasta que estuvo perfectamente

educado, al igual que su dueño. Ander estaba muy orgulloso de su perro.

Pasados esos meses, Puma se trasladó a vivir al pueblo, pero como sus dueños sólo iban

algunos fines de semana y en vacaciones de verano, se quedaba con unos amigos de éstos que

sí que vivían todo el año en el pueblo.

Ander ansiaba la llegada de los fines de semana que iban al pueblo para poder estar con Puma,

y por la reacción de éste cuando iba a buscarle, siempre nada más llegar, el sentimiento era

mutuo. Puma no paraba de saltarle y de lamerle las manos, la cara, … Era curioso que, aunque

pasaba más tiempo con la familia que cuidaba de él en el pueblo, Puma siempre tuvo muy

claro quiénes eran sus verdaderos dueños.

Descubrieron juntos todos los rincones del pueblo y sus alrededores. Pasaron horas y horas

junto a un río cercano a la sombra de un sauce. Estaban prácticamente todo el tiempo juntos.

Las veces que Ander tenía que ir con sus padres a alguna comida con amigos, siempre seguían

el mismo ritual: encerraban a Puma en la finca, se montaban en el coche y arrancaban a toda

velocidad. Puma siempre encontraba una rendija en la valla por la que escaparse y corría con

todas sus fuerzas detrás del coche hasta que, extenuado, cejaba en su persecución. Ander

siempre miraba por el parabrisas trasero hasta que le perdía de vista. Le encantaba ver lo

estilizado que corría y la velocidad que alcanzaba, le parecía algo increíble. Cuando dejaba de

verlo sabía que volvería al chalet con la lengua fuera y estaría allí esperándole, tardara lo que

tardara.

Era un fin de semana como otro cualquiera y, como siempre, lo primero que hicieron al llegar

al pueblo fue acercarse a buscar a Puma. Ander llamó al timbre y preguntó por su paradero a

la amiga de sus padres que salió a la puerta. Con la sutileza característica de las personas de

pueblo le dijo sin inmutarse las palabras que jamás olvidaría:

- Pero no te has enterado, Puma se ha muerto.

Ander, sin decir nada, subió de nuevo al coche de sus padres. Éstos no consiguieron, por más

que le preguntaron, que dijera ni una palabra. Durante el trayecto, los sentimientos fueron

llenando, como un monzón descomunal, un pantano interior que al llegar al chalet abrió todas

sus compuertas. Sus padres supieron lo que había pasado sin necesidad de que Ander dijera

nada.

Aquel día, ese chico que hasta entonces ya había crecido demasiado, dio un gran estirón, el

último, porque ya no creció más.

                                                                                           Autor: Javier Estellés Rodríguez




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EL VECINO QUE FUE

Una súbita respiración de aire contrajo sus debilitados pulmones cuando un fuerte hipo se apoderó

de él. Era febrero, un febrerillo loco que no invitaba a levantar de la cama. Sin embargo, con gran

esfuerzo, pudo ponerse en pie y arrastrar su cuerpo hasta la portillera de la casa. Una densa niebla

cubría todo el patio y no permitía avistar el portón de la entrada. Dos gallos con sus crestas erguidas,

muy rojas, anunciaban la llegada del día.

El hipo no cedía y le conminó a retornar al jergón donde permaneció varios días. Desde allí podía oír

a su hermana, en la cocina, intentando con el fuelle reavivar el rescoldo de las brasas que quedaban

en el hornacho.

El cansancio y el hipo incesante le hicieron permanecer a duermevela y recordar desde su corta

infancia cómo no fue un niño deseado ni querido. Nació después de un parto complejo y delicado,

con gran deformidad en la cara, brazos y piernas. Sin embargo, su cabecita guardaba un cerebro

sano, capaz de pensar y sentir el arrullo de una madre.

Pasaba los inviernos en la cocina. Cuando ya pudo manejar su mano derecha (la izquierda la tenía

totalmente impedida), su madre le sentaba en un sillón de mimbre que acercaba a la mesa. Sobre

ella colocaba un montón de legumbres de la cosecha anterior que debía escoger y así quedar listas

para su consumo.

En el verano el tiempo lo pasaba en el patio de la casa, recostado en un saco relleno de paja, debajo

de un gran membrillar que le protegía del sol. Tenía frente a él un madero de gran tamaño donde su

madre sacrificaba los pollos y conejos y donde se apreciaba con gran nitidez cómo el filo del hacha

había dejado profundas hendiduras coloreadas de sangre seca. Recordaba el hachazo seco, el caer

de la cabeza hacía adelante y el temblor del animal ya muerto.

Hasta los diez años, cuando ya se mantenía en pie y era capaz de andar sujetándose a la pared con

la mano derecha, sus padres no le permitieron salir de casa. Ese fue un gran día para él y gran

asombro para los vecinos del pueblo que sabían de su existencia por los llantos y lamentos que se

oían desde fuera pero nunca le habían visto. Se sintió como un pajarillo fuera de la jaula. Niños y

mayores se mofaban de él, pero su coraje era tan grande que él nunca se enfadaba.

Deambulaba muy despacio, aunque con el paso de los años consiguió moverse de una esquina a la

otra hasta llegar a un poyo que había al final de la calle. Allí, sentadito, permanecía horas y horas

siempre esperando a que alguien se sentase a su lado para matar el tiempo.

No le permitieron ir a la escuela, a pesar de que su padre ejerció de maestro durante la guerra. Su

escuela fue su hermana, siete años menor que él. Ella le enseñó a leer, a escribir, a sumar y a restar.

También aprendió a recitar “La Doncella Guerrera” y otros romances de la época que la gente le

solicitaba sin otro ánimo que provocar una risa.

Recordaba con gran nitidez la Guerra Civil Española, que vivió como sujeto pasivo, pero con mucha

dureza y crueldad. Sin poder olvidar el saqueo de las casas, que en más de una ocasión abortó con

sus gritos y amenazas, siempre desde la retaguardia. También el estraperlo, la falta de alimentos y,

sobre todo, el doloroso enfrentamiento entre hermanos.

Como anécdota curiosa de esa época, tenía muy presente el haber visto por primera vez los aviones

en un aeródromo militar que habilitaron para la guerra en un pueblo cercano y en el que acampaban

biplanos italianos y bombarderos alemanes. Se desplazaron hasta allí en un carro tirado por bueyes

y aunque la distancia no era de mas de quince kilómetros, necesitaron todo el día para realizar tal

pericia, que nunca olvidó, y que fue la hazaña que siempre contaba a cualquier extraño que se le

acercaba.

                                                                   Autora: Loudes Calleja Isla


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HISTORIA DE UNA BOTA

Piso y ando, piso y ando. Tristes eran los días que pasaba junto a mi otro par

lamentando nuestra existencia. Somos creadas con un único propósito, evitar

el apoyo de los pies en el suelo. Aunque nuestra función es crucial, rápido se

deshacen de nosotras, cambiándonos por algo innovador, especial, diferente.

Mis días tristes en los que lo único que podía hacer era intentar aguantar mi

suela desgastada, esperando que se arreglara por arte de magia, me llenaban

de profunda angustia. Querría ser un par de botas perdurable, que no se

deteriorasen, dañasen o quedasen anticuadas, pero no todo es eterno.

Pero ya no tengo miedo a envejecer, he aprendido que se deben disfrutar los

días alegres sin miedo a estropearse. Los días de lluvia donde yo era la aliada

perfecta contra la tormenta, o aquellos de frío en los que no había más opción

que salir de casa. Eso era lo que de verdad importaba.

Mi vejez me ha enseñado a disfrutar de la vida que tengo y, a pesar de que

tengo poca vida, no dejo que me distraiga de mi objetivo, ser feliz.


                                                            Autora: Carla Estellés Salazar

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Abuela… 

¡Cuántos recuerdos! Sí…

La abuela se sentaba al lado de la peña, junto a la esquina de la casa. Todos nos acercábamos enseguida. No queríamos perder nada de cuanto ella explicaba o simplemente “dejaba caer”, pero que no tenía desperdicio.

Aquel día, nos propuso un ejercicio. Cada uno teníamos que contar a nuestra manera, cómo “forrar una vida con alegría”

Nos quedamos pensativos… ¿Eso se puede hacer? -preguntábamos unos a otros-

Ella, siempre atenta a nuestras expresiones faciales, observó que nos resultaba difícil. Se puso “al timón” como siempre y comenzó a dar su explicación diciendo:

Forrar una vida con alegría…

Si… quizá a alguien le parezca sencillo, pero… Para que cualquier vida pueda ser forrada con alegría, es necesario que cada uno de nosotros, seamos capaces de aportar ingredientes. Me atrevo a decir que, alguno de ellos, imprescindible.

Antes de que el desánimo haga su presencia, por la dificultad que el tema lleva, doy paso a enumerar varios de los ingredientes referidos:

Respeto, confianza, honestidad, sentido de entrega…

El mayor problema, es encontrar el lugar donde se hallan, ¡porque no los venden! Me dijeron una vez, que quizá estén donde se esconden los tesoros, en el desván del alma.

Ya en nuestro poder, cada uno hay que colocarlo en su sitio, con maestría.

Los bordes han de ajustar bien, midiendo las dimensiones. Limando aristas si las hay… en una palabra, haciendo que todo ajuste como un guante a esa vida para obtener el resultado deseado.

Particularidades de los ingredientes:

•Respeto. El respeto debe estar presente siempre en nosotros y en quienes nos rodean. Si no hayrespeto, los demás ingredientes se desvanecen.

•Confianza. Necesaria en cualquier relación.

•Honestidad. Hemos de ser honestos. No se admite engaño ni traición.

•Sentido de entrega. Aquí entra en juego la generosidad, (sin esperar nada a cambio).

Tengamos en cuenta que todo debe ser en dosis elevadas, no al uso. Haremos un cóctel con los ingredientes, aproximándolos a la vida en cuestión, en su justa medida y en el momento adecuado.

Como pegamento, o adhesivo, buscaremos retazos de sonrisas, esas que se nos escapan a veces sin proponerlo, pues son de origen natural y de tamaño sin medida.

Iremos colocando uno a uno, en la vida de nuestro semejante y habremos logrado forrar una vida con alegría.

Todos nos quedamos boquiabiertos y pensando en lo que nos había dicho, aún hoy, sigo haciéndolo e intento imitar a mi abuela, aunque es tan difícil…me estoy dando cuenta de que algunas veces, no tengo éxito.

                                                                                 Autora: Mª Consuelo Relea Bores

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LAS CAMPANAS DE MI PUEBLO

Ya no suenan las campanas de mi pueblo. Permanecen inmóviles y calladas, las pequeñas, desvencijadas por el paso del tiempo, con su melena desarmada o medio perdida, las grandes, mejor conservadas, mirando el desastre de sus compañeras.

Eran, hace años, el medio para anunciar a los vecinos las novedades y obligaciones, los rezos y la hora de volver a casa para reponer fuerzas. De esa manera nos anunciaban la hora del Ángelus en la que los más piadosos detenían sus faenas para rezar una oración, sabiendo que en breve tendrían que volver a casa, especialmente los que labraban la tierra lejos del pueblo.

Nos anunciaban las desgracias, como algún incendio en el pueblo o peor aún, la muerte de algún vecino con el toque de “posa". También nos recordaban la obligación de acudir a la “huebra” con el toque de “a concejo”, cuando el alcalde convocaba a los vecinos para algún arreglo de interés común.

Sin olvidar, por supuesto, los toques para los oficios religiosos diarios: la misa y el Rosario, "date prisa que están tocando la tercera” nos decían en casa cuando alguno se hacia el remolón.

Aún recuerdo el toque de “animas”, puro temor y regocijo, durante todo el mes de noviembre, a las nueve de la noche, cuando todos estábamos recogidos en torno a la lumbre y las calles del pueblo permanecían desiertas.

Y cómo no recordar los momentos más alegres, con el volteo de campanas en los días de fiesta grande y domingos, donde los mozos y los aspirantes a ello nos explayábamos dando rienda suelta a nuestro entusiasmo hasta el punto de hacerlas girar tan deprisa que el badajo no llegaba a tocar a la campana, a lo que llamábamos “quitarlas la voz”. Claro, que la recompensa era llevarnos alguna mancha de aceite quemado con la que las habíamos engrasado el día anterior en la ropa recién estrenada. ¡Que listos!

En la actualidad, suena una cada quince días en el mejor de los casos, tímidamente, no sé si por miedo a terminar de romperse o por no molestar a los vecinos.

                                                                                           

                                                                                                   Autor: Luis E. Pozo Calle

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Psicosis 

Tumbado sobre el cómodo diván del paciente, Jorge llevaba casi una hora explicando al psiquiatra su obsesión. Había entrado en la consulta aparentemente tranquilo, pero el progresivo entramado de la historia que estaba narrando, le envolvía en el desasosiego; y la vehemencia del relato tenía atrapada la atención del doctor más allá del interés profesional de su condición. Tanto era así, que éste ya había ignorado, varias veces, los avisos estridentes del reloj que marcaba el ineludible cambio de cita. Cuando el asistente llamó para advertirle acerca de la ansiedad del siguiente paciente, aquél le dijo que retrasara la visita; no iba a interrumpir esta interesante y cautivadora historia hasta conocer toda la información para resolverla. El hilo de los hechos que relataba Jorge era tan increíble que, a todas luces, mezclaba la realidad con tintes juguetones del subconsciente. A los pocos instantes de su entrada en el inexorable “confesionario” del psiquiatra, ya admitió que su obsesión provenía de haber cometido un crimen, pero no podía recordar ni la víctima ni el por qué; lo único nítido era su obsesión. Lo cierto es que mientras iba sumergiéndose en el alivio acogedor de la confesión, el suceso iba cobrando realidad. Jorge había comenzado explicándole que durante la noche pasada había tenido muy claras las razones de su fechoría, sin arrepentimiento, e incluso creía haber acudido a la comisaría para hacer una declaración de culpabilidad. En su estancia en comisaría se había puesto muy nervioso obligando al agente a ponerle las esposas en las muñecas. En ese instante, se había despertado de su sueño, comprobando que sus manos se habían enredado en las sábanas. Jorge insistía en que la estancia en la comisaría respondía, obviamente, a un sueño, pero el sueño había sido provocado por la obsesión del crimen real. El doctor, a pesar de la creciente curiosidad y cada vez más cerca del abrazo de la verosimilitud, trataba de mantenerse en el pedestal que acreditaba su condición de psiquiatra; volvió, de nuevo, a desactivar el reloj molesto que marcaba el final de la consulta e inicio del siguiente paciente, y trató de explicar a Jorge la dinámica de los sueños: la difusa conexión entre la realidad que vivimos y los juegos que recrea nuestro subconsciente, en su descanso, es un finísimo cable que sufre cortocircuitos con frecuencia. La interrupción de un sueño se produce de forma repentina debido a un suceso real; el subconsciente, pillado in fraganti, emprende la huida y abandona la mente a su suerte con la realidad. Obviamente, el incidente de sus manos entre las sábanas se había introducido en su cabeza recreando la historia ficticia de la estancia en la comisaría, porque los sueños son un chispazo instantáneo en la mente, la cual, trabaja con tiempos dilatados respecto al real. Mientras el doctor se explayaba, observó, con estupor, algunas manchas de sangre seca en un lateral del pantalón de Jorge por lo que se empleó a fondo en extraer la realidad de los hechos que se escurría en la atormentada mente obsesionada de Jorge. De hecho, el doctor ya estaba pensando en que, si bien el suceso de la comisaría tenía su explicación en el escenario de la irrealidad, el crimen bien podría ser cierto dado que era la causa de la obsesión que podría haber provocado el sueño y que podría ofuscar la mente hasta explicar la confusión de Jorge en un claro, y atractivo, diagnóstico médico de psicosis. Por eso, volvió a apagar el insistente timbre del reloj que marcaba el turno del, ya retrasado y enfadado, siguiente paciente, intentando ayudar a Jorge a clarificar su historia. Dos horas después, el doctor, como si se tratara de una operación quirúrgica había conseguido extraer el origen de la psicosis de la mente de Jorge. Estaba tan concentrado en su tarea que ya no prestaba atención al timbre cada vez más intenso y estridente del reloj que volvía a reclamar al siguiente paciente; trataba de explicarse, pero Jorge no podía oírle a causa del ruido; el timbre seguía sonando y yo … ¡apagué mi maldito despertador! 

                                                                           Autora: Ludivina Boltaña (pseudónimo)

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Ser mozo en el pueblo 

En aquellos años cuando chavales en el pueblo, los más pequeños mirábamos con una cierta envidia, que casi nos perseguía a veces, a los que eran más mayores que nosotros, y que eran a los que siempre escuchábamos llamarlos los mozos del pueblo. Era una palabra que nos gustaba, y a toda costa queríamos hacernos mayores pronto para emularlos en sus actos y en lo que pensábamos que eran sus grandes privilegios para con el resto de vecinos. Porque, por lo que veíamos, entendíamos que los mozos del pueblo tenían una serie de prerrogativas frente, por ejemplo a nosotros, que éramos entonces mucho más pequeños que ellos y que nos echaban de todos los sitios con algo así como “quitad de aquí que estorbáis”; y, de manera casi general, nos relegaban a los últimos lugares en los acontecimientos del pueblo. Así, uno de esos privilegios le veíamos muy claro en el hecho de que no tuviesen que acudir a diario a la escuela y estar sujetos a todo lo que ello suponía para nosotros en cuanto a no libertad de movimientos, restricciones en el tiempo de juegos en la calle y tener que dedicarlo a los estudios escolares. Claro que para nada pensábamos en esos momentos en los duros períodos de tiempo que ellos pasaban en el campo realizando las tareas agrícolas, sobre todo durante los meses de verano; que aunque nosotros también ayudásemos en casa en la medida de nuestras posibilidades, lo hacíamos siempre en espacios cortos y en trabajos, pudiéramos decir, menores. Otro privilegio que también a los chavales nos parecía evidente, era el hecho de que pudiesen subir al campanario de la torre y voltear las campanas el día de la fiesta del pueblo; así como, en otro caso, tener la oportunidad de poder llevar a hombros las andas con el Santo en su procesión por el pueblo; que a nosotros, en buena lógica, no se nos permitía ni una ni otra cosa por nuestra corta edad. Y que siempre se nos dijese aquello de que ya podríamos hacerlo cuando fuésemos más mayores o mozos, simple y llanamente. Aunque nosotros anduviésemos siempre por el medio, por si, en un descuido de alguien, pudiésemos cumplir algunos de nuestros deseos en aquellos aspectos. Y privilegio en exclusiva de los mozos considerábamos también el hecho de poder enramar la puerta de la casa de sus novias con las ramas verdes de los árboles del río que la tarde anterior habían cortado con gran algazara. Y es que, quizás aquí, ya habíamos comenzado algunos de nosotros a sentir un algo por alguna de las chicas del pueblo y… A veces, ocurría también que lo que nosotros considerábamos privilegios de los mozos del pueblo, no lo eran tanto, pues en la mayoría de las ocasiones se recurría a ellos para que realizasen algún trabajo extra en beneficio del pueblo; o preparasen cada año las fiestas, con los consiguientes quebraderos de cabeza. Contándose también con ellos cuando se trataba de llevar a cabo un acontecimiento extraordinario en el pueblo: Era el caso de cuando, con motivo de producirse el cantamisa de un nuevo sacerdote, era tradición que se levantase un “mayo” (un palo de dimensiones considerables proveniente de un gran árbol al que se le había despojado de sus ramas) en una de las eras del pueblo y con una especie de bandera blanca en la cima. Ahí nosotros sólo valorábamos la fiesta, y no precisamente el esfuerzo y dedicación que ello suponía de alguna manera para los mozos. Siempre los mozos de aquí para allá, siendo el centro de todo y de todos, y nosotros relegados al final de casi todo. Así que en nuestras conversaciones de chavales, sólo buscábamos hacernos mayores pronto para pasar a ser entonces, ¡qué inmensa alegría!, los mozos del pueblo.

                                                           Autor: José Javier Terán Díez

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 Ganadores certamen




miércoles, 2 de agosto de 2023

Cumpleaños Agosto 2023

 FELICIDADES   PARA


 MIGUEL (Vicky), PILI  (Nieta Ángeles), JOSÉ (Leoncio)

MARINA (Maribel), DANI (Felisa) y ASIER (Hijo Dani),

PATRICIA (Isa), CARMEN Mª (Fino), ANABEL (Upe), 

JAIME (Isidoro), RAQUEL (Toño), JULIAN (Nea).ANDRÉS (nieto Luisa)

NEREA E IRATI (nietas Luisa), DIEGO (Luis Miguel),CONSUELO(Jamin),

FLAVIO (nieto Nisia), MARIA (nieta Augusta), DANI (Anarosa), 

RAUL (Tali),   TOMÁS BRAVO (Gozón), ADELA (Teofila), 

MARISOL (LUZ), JOSE LUIS (DESIDERIO),FLORI (ALFREDO).


Y PARA TODOS LOS QUE CUMPLAN AÑOS  ESTE MES.


Si conocéis a alguien que cumpla  años este mes podéis  felicitarlo dejando un comentario, decid  su nombre y lo pondremos aquí. Entre todos podremos completar la lista.