martes, 15 de agosto de 2023

Certamen Microrrelatos 23 (Ganadores)




LA MALDITA SILLA

No supo disimular el ligero temblor de piernas que se le
presentó al encarar el pasillo que se disponía a transitar.
Aunque le habían informado en un par de ocasiones del
proceso a seguir, en este corto paseo pudo descubrir
matices y olores no imaginados y a la vez inquietantes,
algo no advertido pero que va añadiendo más
incertidumbre a su situación. En su mente se agolpaban
imágenes sobre lo que su cuerpo iba a experimentar y
algún que otro escalofrío le sacudía; y por fin llegó a la
estancia donde se encontró de frente con la temida silla.
Siguiendo las instrucciones del personal que le
acompañaba se colocó en ella, lo hizo de manera
insegura, casi a rastras, sin ofrecer la más mínima
resistencia convencido de que su destino era inevitable.
Se notaba tenso, sudoroso, con el pulso acelerado, con
todos los síntomas de un estrés sobrevenido.
Una luz blanca intensa le forzó a cerrar los ojos mientras
un sonido nuevo y estridente le puso en guardia y fue
entonces cuando el dentista comenzó su trabajo.



                                                                   Autor: Carmelo Calle Montes






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EL CIERZO

De pequeño me contaron que el cierzo había matado a mi abuelo. En cualquier comida u ocasión en que salía el tema, el asunto quedaba zanjado con esa frase lapidaria: “Lo mató el cierzo, hija…”

Yo me imaginaba a un monstruo enorme y peludo que le había arrebatado la vida de un zarpazo. Una feroz criatura, que rugía lanzando dentelladas a diestro y siniestro. Posteriormente, comprendí que no era tan fiero. Mi abuela, sin embargo, siempre corría a mi encuentro con una chaqueta gorda cuando caía el atardecer en el pueblo. “Ha salido el cierzo hijo, ponte esto…” Yo, miraba a mí alrededor buscando a la bestia y obedecía a regañadientes. Mi abuela no era de las que negociaba nada.

Cuentan que aquel día estaba todo el pueblo atareado en la era. Los tractores y las mulas iban y venían y la gente se afanaba con la veldadora o trillaba bajo aquel sol de justicia. Antes del ocaso salió el cierzo y el paisaje cambió radicalmente. Los rostros ensombrecieron y la preocupación se dibujó en aquellos rostros exhaustos. En menos de cinco minutos todos los montones estaban cubiertos con lonas y la gente desfilaba apresurada hacia sus casas. Parecía que los persiguiese el diablo.

Mi abuela miró a mi abuelo sabiendo que él seguiría trabajando, ignorando las inclemencias. Se ajustó el pañuelo, apretó los dientes y siguió lanzando espigas de trigo al aire. Mi abuelo doblaba sus esfuerzos haciendo lo propio. Su sudor lo secaba el aire apenas brotaba. Lucha de gigantes contra un ogro invisible.

Dicen que mi abuelo empezó con fiebre esa misma noche. Creo que mi abuela no le puso la chaqueta…

 

                                                                                                   Autor: Aitor Salazar Calleja



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El pueblo 

Con un ligero dolor de cabeza, algo habitual después de unos vasos de vino propios de una noche en el bar del pueblo, Víctor despertó. Hacía ya algunas horas que el sol había despuntado, dada la luz que entraba por el ventanal de su dormitorio. Después de vestirse, salió de casa en dirección a la casa de Juanjo, a quien había prometido ayudarle a podar los frutales. De camino por la calle principal, desvió la vista hacia la casa de Herminia, esperando encontrarla sentada en el porche, junto a su hermana María, como todas las mañanas de primavera, pero no vio a ninguna de las dos. Sólo alcanzó a ver sus jerseys de lanas, extendidos en el respaldo de su correspondiente silla, y unas faldas azul y marrón en los asientos. Se extrañó por un segundo, pero esos pensamientos son fugaces.
Cuando llegó a la casa de Juanjo, se dispuso a rodearla para entrar por el lateral a la extensa huerta que poseía, esperando verle con las tijeras de la mano, ya en faena. Pero no vio a nadie. Llamó al timbre de la casa, y esperó, pero nadie acudió. Víctor no recordaba que Juanjo mencionase ayer que tenía otras cosas que hacer, por lo que, si no estaba en casa, estaría en al bar. Habría ido pronto a desayunar, y seguiría allí hablando con Jorge, el dueño. Bueno, esa era la explicación más razonable.
De camino al bar, Víctor miró a su alrededor. Era un día soleado, se oía el trinar de los pájaros, los chopos se mecían con el viento, … todo apuntaba a un día como cualquier otro. Mientras rumiaba sus pensamientos, dirigió la mirada a la ventana de planta baja de la casa de la alcaldesa, que daba a la calle. De ser otro día, habría pasado de largo, pero hoy le dio por mirar dentro, esperando ver la cama de matrimonio hecha y recogida. Pero esta vez, lo que vio fue un pijama rayado gris, y un camisón blanco de encaje, extendidos encima de la cama desecha. Esto ya perturbó a Víctor, que se apresuró a llamar a la puerta, obteniendo silencio como respuesta. Aquí pasaba algo.
Víctor ya casi corría para llegar al bar. Serían las once de la mañana, por lo menos Jorge tendría que estar. Abrió la puerta de un golpe, y al entrar, exclamó:
- ¡Oye, alguno sabe por qué nadie apar…!
No llegó a acabar la frase, ya que no le dio la voz para ello. Una silla de la barra estaba tapada por unos pantalones, una camisa, y la chaqueta de franela que Juanjo se ponía siempre estos meses. Aparte, encima de la barra estaba su reloj, su alianza, y en el suelo, sus zapatos, con calcetines incluidos. Detrás de la barra, tal y como comprobó, yacía en el suelo un montón de ropa, junto con un mandil.
Mientras Víctor aún procesaba esta escena, se escuchó un repique de campanas, las cuales anunciaban la misa de la mañana. Salió corriendo del bar, con el pensamiento de que, si las campanas estaban sonando, alguien tendría que estar tocándolas.
Casi sin aliento, cruzó la puerta de la iglesia, y fue en dirección a las escaleras que subían al campanario. Allí estaba Luis, el cura, con la cuerda del badajo en la mano. Su cara tenía un aspecto casi espectral.
- Luis, ¿¡qué está pasando aquí!? ¡No hay nadie en el pueblo, y sólo he visto su ropa tirada por…!
- Víctor, _respondió Luis con voz de pesadumbre_ no están.
- ¿¡Cómo que no están!? ¿¡Adónde han ido!? ¡Los coches están en sus casas, así que no muy lej …!
- Se los han llevado, como deberían haber hecho también con nosotros.
- ¿¡Cómo que se los han llevado!? ¿¡Quiénes!?
- Y ahora vendrán. No tendríamos que estar aquí, Víctor. Y ya es tarde. Sólo hay una manera de salir.
Luis soltó la cuerda y bajó los brazos, dejando a la vista el tramo de soga que le rodeaba al cuello. Dio unos pasos, y se subió en la poyata de la ventana, mirando al horizonte, y susurró:
- Que Dios me perdone.
Víctor vio como el cuerpo del cura descendía hacia el suelo, y tras un segundo, el seco tañido de la campana, que ocultaba el crujido de su cuello al romperse. Tras esto, Víctor, aún petrificado, contemplaba a través de la ventana algo que se podría describir sencillamente como árboles meciéndose con el viento.
Solo que ya no había viento.


                                                                             Autor: Carlos Calle del Rio






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Antonia y Manuel


Allí, en el banco junto a la frondosa y fresca ribera, era donde solía verse con el amor de su vida. Le encantaba volver a disfrutar de la ternura que desprendían aquellos ojos que le habían enamorado al verlos por primera vez en el lejano mes de abril de 1956. Habían florecido ya tantas primaveras desde entonces, pero su amor por ella seguía fresco, lleno de vida, sin marchitarse. El paso del tiempo lo había cambiado casi todo en el pueblo, pero el cantar del agua del rio y el susurrar de las hojas de los chopos permanecían inalterables, como un eco del pasado que apenas ya nadie se molestaba en escuchar.
Llegar hasta aquel lugar suponía un corto y agradable paseo que solo imposibilitaba las inclemencias del tiempo. Aunque sus piernas carecían de la agilidad que otorga la juventud todavía le permitían acercarse al aire fresco que emanaba del río con el único apoyo de su vieja cachava de madera de fresno. Todo esfuerzo era poco para tan importante cita.
En su muñeca reposaba un sofisticado reloj capaz de medir las distancias que caminaba, los latidos de su corazón e incluso la tensión arterial, pero lo cierto es que nunca lo miraba. Sus ojos, tan desgastados como sus piernas, no alcanzaban a ver aquellos diminutos números, y tampoco tenía interés en conocer esos datos. Era un regalo de sus nietos por su 90 cumpleaños y lo apreciaba más por el cariño que contenía entre sus circuitos y microchips que por su supuesta utilidad. Sentado en el banco, a la sombra de la ribera, sonreía pensando en el afán de los jóvenes por cuantificarlo todo. En estos pensamientos navegaba cuando apareció Antonia, su eterna compañera, regalándole una bonita sonrisa que en seguida fue correspondida, como reflejada por un espejo de emociones y sentimientos. Manuel tomo las manos de Antonia acariciándolas suavemente como queriendo absorber cada gramo de cariño
―Bueno Antonia, me tengo que ir, tus hijos se empeñaron en llevarme a la capital para que me vea un médico especialista , fíjate que piensan que estoy perdiendo la cabeza, dicen que tengo alucinaciones, son tercos como una mula , así que hoy me llevan en coche a Palencia para que me den los resultados .
Sentado en un asiento de plástico esperaba a ser llamado por el médico, a su lado su hijo estaba con la cabeza gacha, absorto en la oscura y pulida pantalla de su teléfono, sin mediar palabra, solo acariciando con el dedo la pantalla de aquel dichoso aparato. Manuel sonrió al darse cuenta que él era el único en la sala que tenía la cabeza levantada y eso que era con diferencia el más viejo de los allí presentes.
Un pitido hizo alzar la cabeza a su hijo, para mirar otra pantalla más grande que colgaba de una pared, en la que aparecían extrañas combinaciones de números y letras.
―Venga papá, que ya nos toca ― Dijo el hijo mientras consultaba un pequeño papel que sujetaba entre sus dedos.
―Pensé que al menos me llamarían por mi nombre―
―No papá, es un sistema de citación inteligente.
A Manuel no le parecía muy inteligente un sistema que no llamaba a la gente por su nombre y que avisaba con pitidos. Apoyado en su bastón se levantó del asiento sin dejar a su hijo que le ayudara. Con paso firme se dirigió a la puerta de la consulta.
El doctor, aunque estaba serio transmitía cierta tranquilidad.
―No hay nada de qué preocuparse― dijo el neurólogo mirando a Manuel y a su hijo― Se trata del síndrome de Charles Bonnet, el déficit en su capacidad visual provoca las alucinaciones, pero no hay ningún tipo de deterioro cognitivo. Puede intentar reducir las alucinaciones con ejercicios visuales
― Bendito síndrome, doctor, no quiero ejercicios visuales, yo quiero seguir viendo a mi Antonia que en paz descanse
― Pero papá...
―No hijo, no te metas en esto, tú te pasas el día mirando tu teléfono y no te digo nada.
Se creó un gran silencio. Manuel agarro su cachava dispuesto a salir de la consulta y regresar al pueblo, tenía que contarle a Antonia todo aquello de Charles Bonnet.


                                                                   Autor: Luis Rodríguez Sanz


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