Llegaba el día 30 de noviembre y los
chavales de Velillas, teníamos muy en cuenta este día, porque sabíamos que
era la fiesta de Quintanilla, que celebraba a San Andrés y, si nos portábamos
bien en casa, nos dejarían acercarnos hasta nuestro vecino pueblo en fiestas
para pasar la tarde en él.
Hacíamos el camino, los escasos dos
kilómetros que nos separaban, andando por la carretera, yendo todos nosotros
alegres y festivos y pensando en que nos íbamos a divertir de lo lindo. Y, por ello, habíamos pedido una propina
extra a nuestros padres porque, al ser fiesta, los gastos que tendríamos con
tal motivo serían mayores que los de un domingo cualquiera.
A punto ya de llegar al pueblo, cuyas
casas ya habíamos advertido bastante tiempo atrás tras iniciar la bajada del
“Portillo”, y tras tomar el desvío que nos conduciría a Quintanilla, ya
habíamos terminado casi de concebir el plan de fiesta; así que sólo nos quedaba
ya introducirnos en ella y ajustarlo según viniesen las circunstancias.
Iniciábamos el recorrido en una de las
cantinas del pueblo, la de Teodoro y Honorina, donde nada más entrar ya
percibíamos el olor característico de su interior, y quizás imbuidos por él,
nos sentábamos en una mesa el grupo de amigos y pedíamos una ración de
berberechos acompañada de una bebida no alcohólica como así estaba
estipulado. A lo que añadíamos alguna
otra cosa más, pero sin que faltasen los consabidos paquetes de cacahuetes y de
pipas, los chicles de rigor y algún otro dulce más, que nos acompañarían en la
subsiguiente y posterior vuelta por el pueblo.
También, andando las horas, nos acercaríamos en otro momento hasta la
otra cantina del pueblo, la del Sr. Gregorio, donde nos surtiríamos y repondríamos
de las pipas y los dulces que ya hubiésemos agotado.
Tampoco se nos olvidaba acercarnos hasta
la casa del Sr. cura, D. Manuel, donde sabíamos que se reunían los chavales de
Quintanilla para disfrutar de un rato de televisión los domingos y días de
fiesta por la tarde. Y como aquel día lo
era también, pues se encontrarían allí.
De paso, nos acompañarían en el posterior
recorrido por el pueblo y hasta la era donde se encontraba instalada la tarima
para la orquesta que protagonizaría la posterior sesión de baile, y los puestos
de los almendreros y vendedores de golosinas colocados en sus entornos, donde
pasábamos buenos ratos.
Cuando minutos después el sonido de la
música de la orquesta se extendía por los alrededores y las parejas comenzaban
a salir a bailar al centro de la era.
Entonces nosotros, como movidos por un invisible resorte, no parábamos
de dar vueltas por el lugar observando de hito en hito a los grupos de
muchachas que, vestidas de fiesta, se encontraban en parecida situación. Por lo que, el que se iniciasen las
conversaciones con ellas con petición de baile incluido –todavía no se había
inventado la palabra ligar a estos efectos-, no tardaría mucho en producirse.
De pronto, en el fragor de la fiesta,
alguien del grupo advertía la hora tan avanzada que era y que, por lo tanto,
aun estando seguramente en el punto más álgido de las conversaciones o del
baile si había habido suerte, debíamos regresar a Velillas apretando un poco
más el paso.
Y tomábamos andando la carretera en
dirección al pueblo, mientras a nuestras espaldas se iban quedando las casas de
Quintanilla, las calles llenas de gente y los sonidos entrecortados de la
verbena que todavía escuchábamos.
La luna, en lo alto, que lucía aquellos
días de manera espectacular, nos iluminaría el camino, mientras tal vez nuestro
pensamiento estuviese retrocediendo por momentos hasta aquella verbena que
recién acabábamos de dejar.
Javier Terán.