Estamos en tiempo de Semana Santa, y seguro que con motivo de regresar en estos días al pueblo, más de uno y más de dos en algún momento, paseando por sus calles o asistiendo a algunos de los actos religiosos en la iglesia, siente que un cúmulo de recuerdos del pasado se le viene a la mente por momentos y se apresura a comentarlos con los suyos, regresando incluso en el pensamiento hasta la más tierna etapa infantil; es ley de vida y, también, como dicen otros, el hecho de recordar es un poco volver a vivir de nuevo. Y ¿quién no querría volver a vivir aquella etapa?.
Nosotros, los chavales de Velillas de aquel entonces, esperábamos cada año con ganas estos días de Semana Santa, entre otras cosas porque nos daban vacaciones en la escuela, y ante nosotros se nos abrían un montón de posibilidades para poder estar en la calle mucho más tiempo del habitual, enfrascados en nuestros juegos y nuestras correrías por el pueblo y alrededores.
Claro que, como chavales que éramos, disfrutábamos también con los actos religiosos propios de esta celebración, pues como veíamos que la actividad del pueblo se movía en algún sentido al salir de la rutina de los días, nuestro interés se movía también en estar al cabo de la calle de todo lo que con tal motivo acontecía.
Y así, llegaba el momento de tapar en señal de luto con aquellas grandes telas las tallas de los Santos del altar mayor y de las capillas laterales de la iglesia, o montar en una zona de la misma el pequeño altar o monumento para la exposición del Santísimo durante estos días, y allí estábamos nosotros por si necesitaban nuestra ayuda los mozos y personas mayores del pueblo que se encargaban de ello.
Que había que ensayar y preparar, como monaguillos que éramos, algunos de los actos centrales de la Semana Santa, allí que nos encontrábamos presentes apenas intuíamos el momento.
Y claro, cuando verdaderamente nos sentíamos útiles y, además, que nos gustaba sentirnos así, era en el momento de convocar a los vecinos a estos actos religiosos a golpe de carraca por nosotros hábilmente manejada, recorriendo calle a calle todo el pueblo, avisando con el sonido de éstas que tal o cual acto en la iglesia iba a producirse en breve. Y es que las campanas de la iglesia, que era la forma de convocatoria habitual, permanecían en silencio en señal de luto durante todos estos días.
Y cómo no, llegado el Domingo de Resurrección, allí estábamos nosotros, los chavales del pueblo desde primera hora de la mañana, queriendo estar presentes en el momento de la procesión del encuentro por las calles del pueblo, pero también en el campanario de la iglesia ayudando en el volteo de las campanas para mostrar la alegría por el día de fiesta.
Pero aún así y a pesar de querer estar presentes en todos los acontecimientos que en la Semana Santa se ponían en marcha, principalmente en la iglesia, tampoco desatendíamos nuestras actividades habituales de juegos y correrías por las calles del pueblo y alrededores durante el resto de horas; donde en verdad nos sentíamos libres y a nuestras anchas.
Y cuando finalizaba el domingo, notábamos cómo una gran tristeza nos recorría todo el cuerpo, pues sabíamos que al día siguiente teníamos que volver a retomar la normalidad: la escuela, los deberes y las restricciones en las horas de juegos.
Y hablando de deberes, aquella misma noche del domingo teníamos muchos de nosotros que ultimar los deberes que la maestra nos había puesto para realizar en el tiempo de vacaciones; y, a continuación, preparar la cartera con los libros y los cuadernos para el día siguiente…
Javier Terán.
