Llegaban al pueblo con el
invierno ya vencido o comenzando la primavera, y siempre antes de que esta hubiese finalizado, para
tenerlo todo dispuesto cara al verano.
Aparcaban su camioneta, cubierta en la parte de la caja por una gran
lona bajo la que cobijaban su mercancía, en la plaza o vía más importante del
pueblo. Y se dejaban anunciar por el vecindario –principalmente por los
chavales-: “Han llegado los trilleros”; “ya están aquí los trilleros”…,
recuerdo que anunciábamos a voz en grito por todo el pueblo. Y en sus inmediaciones pasábamos bastantes
momentos de nuestro tiempo libre.
Para los chavales, que
conocíamos de sobra su camión, por haberse detenido en el pueblo durante años
seguidos, su llegada representaba una especie de acontecimiento determinante
que marcaba un antes y un después.
Porque señalaba un poco el tiempo de finalización del invierno o el
inicio del período de primavera; y era cuando veíamos ya con una cierta
proximidad el tiempo de las vacaciones del verano. En cambio, para nuestros padres y abuelos, su
llegada les representaba las faenas agrícolas a no muchos meses vista y las
labores de trilla en la era.
Su misión que, llegados al
pueblo, desarrollaban en portadas o cocheras de las casas e incluso en plena
calle al remanso o a la sombra de alguna fachada, era la reparación de los
trillos empleados en las labores de trilla de la mies en las eras; sustituyendo
por otras nuevas las piedras de sílice que estos hubiesen perdido durante el
año anterior. Tarea que realizaban con
absoluta maestría incrustando estas piedras de borde afilado –también llamadas
chinas-, a base de golpes de martillo, en la parte posterior del trillo. Y cuando veían la necesidad, practicaban de
manera previa el oportuno agujero en el trillo a base de mazo y escoplo, donde
luego incrustarían las piedras. Todo
ello para que, llegado el momento de la trilla, triturasen con prontitud la
mies y no el grano.
Aparte de esta labor de
reparadores de los trillos, eran también vendedores de trillos nuevos, que
ellos mismos construían en su localidad de procedencia, el pueblo de Cantalejo,
en la provincia de Segovia; donde nos decían –lo recuerdo aún-, la mayoría de
sus habitantes tenían como oficio éste de trillero.
Y nos recordaban también
que su trabajo y los traslados de unas localidades a otras eran entonces
relativamente cómodas con los vehículos modernos; pero que familiares suyos de
una generación anterior, se habían desplazado a los distintos pueblos en carro,
lo que daba idea de la dificultad y dureza de la profesión.
Andando el tiempo, con la
llegada de las trilladoras primero y luego de las cosechadoras, la profesión de
trillero desapareció, y los trillos pasaron a quedar abandonados a su suerte en
las eras, en las tenadas de las casas o, más modernamente, a formar parte de
los museos tradicionales –los llamados museos etnográficos- en diferentes
núcleos de población.
Y la figura entrañable de
los trilleros, dejó de formar parte para siempre del paisaje en las calles,
portadas y cocheras de nuestros pueblos.
José-Javier
Terán