Aquella
mañana, los chavales de Velillas, que jugábamos al fútbol en una era
cercana
a la carretera, vimos cómo por ésta se acercaba a paso lento hasta
nosotros
una especie de gran carromato, todo él cerrado, tirado por dos
caballerías
y que, al llegar a la altura del pueblo, cambiaba el sentido de la
marcha
para adentrarse en el mismo.
Sorprendidos
por aquel hecho tan poco común para nosotros, dejamos de
pronto
nuestros juegos y acudimos a su encuentro, siendo de inmediato
requeridos
por alguien desde el carromato para que le indicásemos la casa
del
alcalde al que querían pedir permiso para acampar e instalarse en el
lugar
por un par de días.
A
primera hora de la tarde, como los chavales no nos apartábamos del lugar
donde
aquel grupo de titiriteros había acampado, se nos invitó por alguien
de
ellos para que les acompañásemos en el recorrido por el pueblo para
anunciar
la actuación que aquella misma tarde-noche efectuarían para todo
el
pueblo en la Casa de Concejo.
Y
así lo hicimos de muy buen grado, en una comitiva compuesta por varios de
ellos,
un par de perros con los que pronto nos encariñamos, una graciosa
cabra
que también actuaría en el espectáculo y todos nosotros que
estábamos
encantados de asistir a un espectáculo antes nunca visto en
Velillas.
Pregonamos
su actuación por cada una de las calles del pueblo, recordando
aún
con todo detalle, a pesar del tiempo pasado, la pequeña anécdota que
marcaría
este recorrido por el pueblo. Pues ocurriría que quien pregonaba
el
espectáculo a viva voz tras el correspondiente toque de trompeta de
alerta,
anunciaba que éste tendría lugar aquella misma noche en la “Casa de
Conejo”,
circunstancia ésta que a nosotros, los chavales, nos llamó
sobremanera
la atención y reímos de buena gana, pues a pesar de nuestra
insistencia
en enmendar el error, diciéndole que se trataba de la “Casa de
Concejo”,
el pregonero insistía una y otra vez que el espectáculo se llevaría
a
cabo en la “Casa de Conejo”; anécdota esta que se nos quedaría muy
grabada
y aderezada con un sinfín de risas por nuestra parte.
Llegada
la hora de la representación, en un salón a rebosar de vecinos, y
tras
unos primeros minutos de actuación de quien tenía a su cargo el que la
cabra
realizase una serie de evoluciones y saltos sobre un pequeño pedestal
de
madera, llegó el plato fuerte que se nos había anunciado con profusión.
Se
trataba de la proyección sobre una de las paredes del salón de actos,
sobre
la que previamente se había adherido una gran sábana blanca a modo
de
pantalla, de la película que llevaba por título “El caballito Huracán”; que
iba
a ser para todos nosotros, nada más y nada menos, que nuestra primera
toma
de contacto con el cine.
Y
la verdad que fue una sensación gratificante, a la par que emocionante y
cargada
de sorpresa, la que sentimos al poder ver con nuestros propios ojos
cómo
sobre la sábana que cubría aquella pared se desplazaban los diferentes
personajes
que iban apareciendo y saliendo de la escena y, sobre todo, aquel
“caballito
Huracán”, blanco como la nieve, que no cejaba de correr y dar
saltos
increíbles en medio de aquellos verdes prados que se nos iban
mostrando.
Ni que decir tiene que la película, que tendría sus muchos años y
habría
rodado ya por muy diferentes escenarios, unido a la precariedad de
la
máquina que la reproducía, sufriría durante su exhibición más de uno y
más
de dos cortes, cuya continuidad real se puso en duda en algún momento.
Pero
en cualquier caso, así, de esta manera tan gráfica, fue cómo los
chavales
de Velillas de aquellos años, aún no llegados a la adolescencia
muchos
de nosotros, tomamos el primer contacto con la sorprendente
técnica
del cine. Y nos atrapó, lógicamente.
Javier Terán.
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