MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( I )
MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( III )
El baúl de los recuerdos
Sucedió una tarde calurosa, una de esas tardes castellanas cuando la sequedad de la meseta se
muestra en toda su crudeza.
Ella esperaba con impaciencia una llamada a su móvil. Mientras esperaba escuchaba música,
elegía la música que la hacía sentir tranquila y confiada pero que aquella tarde parecía no
cumplir ese objetivo.
El verano es una etapa difícil, pensó Mariana. Le faltaban sus amigos que estaban de viaje
disfrutando sus vacaciones; ella no había podido viajar aquel verano por la muerte reciente de
su padre, traidora primavera había dicho en voz muy baja, mientras acariciaba las manos de su
padre; nada podía llenar ese hueco que él había dejado. Miraba las plantas casi secas, le
habían faltado fuerza y ganas para regarlas. Soledad era la palabra que se clavaba en su
mente. Recordaba a su madre que también se había ido hacía un largo tiempo y a sus
hermanos que habían decidido buscar trabajo lejos de su tierra.
Ella estaba allí sentada en su mecedora dejando pasar el tiempo y quizá esperando que
pudiera suceder algo, algo que trajera lo que la gente decimos ganas de vivir.
Sonó el teléfono. Una voz ronca le preguntó si había recibido una comunicación en su correo,
era importante que lo confirmara; había que entregar un documento que seguramente ella
ignoraba, ya que no estaba al corriente de los asuntos de su padre.
-Localice el documento con las claves que le envío a su correo, y llámenos de nuevo.
Mariana pensó enseguida que el documento podía encontrarlo en el desván donde su padre
tenía muchas carpetas que había ido acumulando a lo largo de los años; ella no frecuentaba
ese espacio pues solo se desplazaba desde Madrid donde trabajaba para pasar unos días con
él.
En el desván Mariana encontró el documento que le habían pedido y , lo más importante,
encontró sus recuerdos; abrió un baúl lleno de cartas de toda la familia, objetos entrañables
que la hicieron emocionarse, entre ellos una muñeca que había pertenecido a su madre y que
en sus cortas visitas a su familia no había vuelto a ver. Pasó largo tiempo en el desván y cuando
cerró la puerta con llave se despidió de sus recuerdos, pero esta vez sabía que volvería pronto
y que siempre la estaría esperando el desván.
Margarita Alonso García-Amilivia
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ALFA CENTAURI
Llevo dos días sin salir de casa, sin ganas de nada. En el aire, junto al polvo suspendido, flotan estancados
mis pensamientos. No me apetece abrir la puerta a la educadora social que me visita cada semana. La
tristeza se ha adueñado de mí empapándome como la persistente llovizna tras la ventana. No tengo fuerzas,
parece que llevo una losa colgada del alma. Los recuerdos raspan por dentro. Fui famoso en los años
noventa, la gente repetía mis frases como mantras absurdos, trasnochaba para verme en televisión. Ahora
soy una caricatura desdibujada que intenta proyectarse en redes sociales. Pocos me recuerdan, y si lo hacen,
es para burlarse. Aunque siempre se rieron de mí. Yo era el tonto del pueblo catódico, un bufón mediático.
Mientras otros ganaban dinero, yo me hundía.
Nunca llegaron las naves desde Alfa Centauri. Estaba convencido de que vendrían. Estaban a solo
1,34 parsecs. Con sus motores de curvatura impulsados por iones podrían haber llegado en un par de meses.
Eso me dijeron, ese fue el mensaje que capté con mi equipo de radioaficionado. Así lo conté a aquel
reportero tan majo. Yo hablaba con el corazón en la mano; él escuchaba con el interés de quien ha
encontrado un filón de audiencia.
Escucho, amortiguada por la puerta, la voz de Sara, la educadora. Su tono es dulce, cálido, casi
familiar. No tengo ganas de verla ni de fingir que todo va bien. “Vuelve mañana”, digo, acercándome a la
puerta sin esperar respuesta. Me hundo de nuevo en el sofá, como un náufrago en una balsa tejida con
desesperanza y resignación.
La primera vez en un plató fue deslumbrante, y no solo por la luz. Las cámaras, los focos, los
cables, los operarios… todo emitía vida y posibilidades. Quizá fue culpa de las pastillas que me recetó aquel
psiquiatra engreído: esa medicación acabó con mi lucidez, con la intuición que desbordaba mi mente y me
hacía sentir especial.
Por un momento, me arrepiento de no haber abierto a Sara. A veces me entiende. Otras me riñe
como si fuera su hijo, aunque le doblo la edad. Pero al menos me escucha, y eso ya es más de lo que hace
el resto del mundo.
¿Por qué no llegaron las naves? ¿Qué hice mal? Lo mismo el psiquiatra tenía razón y todo fue un
delirio mesiánico. Quizá solo era estática, y yo puse orden donde solo había interferencias, como quien ve
figuras en las nubes.
Recibo un mensaje: “Hola. Me llamo David, soy periodista. Preparo un reportaje sobre los
excesos de la telebasura de los noventa. Me gustaría contar tu historia. Mostrar tu lado humano. No será
sensacionalismo. Te lo prometo”. No sé si quiero que cuenten mi historia. Saldrá todo: también los ingresos
psiquiátricos. Aunque quizá podría aclarar ciertas cosas… pero ¿a quién le importa?
Llaman de nuevo al portero automático. Abro. No sé por qué lo hago. Posiblemente porque me
interesa saber qué opina Sara del periodista. También porque ya estoy harto de la soledad.
Sara me observa con esa mezcla de ternura y protocolo que tienen los profesionales. Sonríe. Su
mirada transmite alivio. “Necesitas una ducha”, dice con toda la amabilidad que permite una frase así. Mira
de reojo el desorden, pero esta vez no insiste. Quizá ya ha comprendido que el caos también forma parte
del paisaje de mi alma. Hablamos del periodista. Luego su atención se posa en mi antiguo equipo de
radioaficionado. Lo encendemos. Sorprendentemente, aún funciona. La estática inunda la sala. Sintonizo,
sin pensar, la frecuencia de siempre. Y entonces oímos un mensaje: “Debido a la suspensión del programa
de exploración espacial, posponemos nuestra visita a la Tierra.” La voz es clara, metálica, grave,
inquietante. Sara se queda helada. Dice que se tiene que ir. Tras un silencio, murmura: “Esto es cosa de
algún bromista.” No sé si intenta calmarme o calmarse. Baja las escaleras hablando por teléfono. La oigo
pedir cita con su terapeuta.
Vuelvo a quedarme solo. Esta vez, la soledad está mitigada. No sé si estoy compartiendo un
síntoma, o soy testigo de la mayor noticia del planeta.
Luis Rodríguez Sanz
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El cuquero y nosotros los chavales
-¡Mamá!, ¡mamá!, que ya ha llegado el cuquero al pueblo, que ya está en la plaza.
-¡Corre mamá!, que estoy muy nervioso. Dame aquella propina especial que me prometiste si me
portaba bien en la escuela y estudiaba mucho. Que he quedado con mis amigos ahora mismo para
ir rápidos a la plaza y comprar muchas chuches. ¡Corre mamá!, que ya llego tarde y se me está
haciendo la boca agua… Y no te preocupes, mamá, que te traeré unos dulces para ti.
Y tras, seguro, un parecido corto diálogo en el resto de casas mientras de prisa y corriendo
depositábamos un ligero beso en la mejilla de nuestras madres, allá que nos íbamos a toda prisa
los chavales, hasta la plaza del pueblo, en una carrera sin frenos, tratando de llegar los primeros.
Porque allí nos esperaba el puesto del cuquero, que había extendido hábilmente su mercancía de
todo tipo de dulces a lo largo de aquella gran mesa que hacía nuestras delicias durante la fiesta.
Porque a nosotros se nos iban los ojos ante tanta variedad de golosinas como teníamos frente por
frente. Y, por momentos, hasta se nos hacía un tanto difícil el poder elegir de entrada varias de
ellas para acallar las ansias de dulces que nada más ver aparecer en la plaza al cuquero, se habían
apoderado de nosotros.
Del primer golpe, llenábamos uno de los bolsillos del pantalón de dulces y nos íbamos hasta la era
junto a la carretera para disputar un pequeño partido de fútbol. Y allí, entre patada y patada al
balón, dulce que llegaba hasta nuestra boca. Que recibía agradecida el regalo y cuyo elixir parecía
darnos un vigor extra para no cansarnos durante el juego.
Pero al rato notábamos que por mucho que rebuscásemos en el bolsillo de nuestro pantalón el
pequeño depósito de golosinas se había agotado; por lo que de pronto sentíamos que el cansancio
físico se estaba apoderando de nosotros. Y de común acuerdo decidíamos finalizar el partido de
fútbol, tuviese éste el resultado que fuese, y encaminar nuestros pasos de nuevo hasta el puesto del
cuquero para tratar de proveernos de otro pequeño cargamento de dulces, previo cotejo del dinero
que aún nos quedaba en el otro bolsillo del pantalón.
Hacíamos nuestros cálculos a grandes rasgos y, aunque todavía quedase la tarde por el medio,
entendíamos que a aquella hora del mediodía aún podíamos aprovisionarnos de algunos dulces
más. Y así lo hacíamos sin mayor pensamiento. Además, como era el día de la fiesta, siempre
ocurría que los tíos y otros familiares más cercanos se mostraban generosos con nosotros y nos
dotaban de una propina especial. Que, una vez en nuestras manos, bien sabríamos nosotros en qué
emplearla.
A aquella corta edad que disfrutábamos, durante el día de fiesta en el pueblo nuestra máxima
diversión era estar siempre próximos al puesto del cuquero en su ubicación en la plaza y, llegada
la tarde, corretear por entre las parejas que bailaban al aire libre al ritmo que iba marcando la
orquesta con su música.
Y eso sí, estar pendientes de que no faltase un dulce en nuestro bolsillo del pantalón; que ya
sabríamos nosotros dar buena cuenta de él.
Si el grupo de aquellos amigos de entonces nos juntásemos hoy por unos instantes, hasta
podríamos traer al presente el recuerdo del rostro de aquel cuquero que, cada fiesta, acudía presto
con su especial cargamento de dulces a nuestro pueblo para hacer las delicias sobre todo de los
más pequeños; que éramos nosotros: los chavales y chavalas de Velillas del Duque.
José Javier Terán Díez
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Gatos
(Un gato es un corazón envuelto en pelaje. Proverbio chino)
Los habitantes de mi pueblo se cuentan con los dedos de las manos. La
despoblación, el ciclo de la vida y la falta de oportunidades se los han ido llevando a casi
todos: unos a la ciudad, otros a la eternidad.
Casi de forma providencial, los pocos vecinos que se han quedado han
emprendido una lucha silenciosa para que mi pueblo sobreviva. Una dura y fervorosa
tarea que ellos mismos se han impuesto, como héroes sin capa luchando contra la
indiferencia, sin duda, la peor de las calamidades.
Y así, cada día, sin estruendos ni altavoces, libran esa batalla a su manera para
que renazca de sus recuerdos y de sus ruinas. De su soledad, abandono, aislamiento y
vacío, obstáculos de esa vida cotidiana que prefieren olvidar para seguir adelante.
Aunque lo que nunca imaginaron los habitantes de mi pueblo es que la población
de gatos llegaría a triplicar a la de personas… Pero así ha sucedido.
Son gatos bonitos, de variados pelajes y con un lustre que corrobora que están
bien alimentados. Pero esos gatos, como todos los animales de compañía, necesitan
algo más que un saco de comida cada cierto tiempo y un hueco para entrar y salir de su
escondrijo, hasta ahora lo único que se les ha ofrecido. Los colocaron allí de la noche a
la mañana, o de la mañana a la noche, quién sabe. Quizá con el propósito de que se
cumpla el mandato bíblico de “creced y multiplicaos”.
Y como se los ha dejado a su albedrío, huérfanos de hogar y de ternura, su huella
deambula por las calles, las aceras o los accesos a sus deshabitadas casas.
La despoblación es una muerte agónica que lo cambia todo. Aquí, hasta el viejo
refrán de “somos cuatro gatos”, ha dejado de tener sentido. Las ironías del destino se
han ensañado a fondo con mi pueblo de una manera tan amarga, tan implacable que
ahora cuenta con más gatos que personas.
María Isabel Calle Montes
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Francisco de Lerones: partida sin regreso a Villaproviano
Francisco de Lerones, que realmente existió, nació en el año del Señor de 1517, en Villaproviano, un pequeño
lugar al norte de la Tierra de Campos, cerca de Carrión de los Condes. Era un país llano, sin montes ni nieblas
románticas, solo tierras infinitas de cereal y cielo abierto, donde el sol castigaba en verano y el viento barría los
caminos el resto del año.
Hijo de campesinos humildes, Francisco creció entre los surcos y las norias, escuchando desde niño los relatos
que los arrieros traían de paso por Carrión: tierras más allá del mar, tan lejanas como fantásticas, donde se
hablaba de ríos con oro, ciudades de piedra, y hombres que, sin nombre en Castilla, volvían como señores.
El entorno de La Serna, Quintanilla de Onsoña, Villamorco o Gozón de Ucieza se quedaba pequeño para
Francisco.
En 1539, cuando apenas contaba veintidós años, dejó atrás su casa de adobe, su padre anciano y sus
hermanas, con la determinación secreta de no volver. Partió a pie hacia Sevilla, como tantos otros, para
embarcarse rumbo a Nueva España, 47 años después de que Colón pisara por primera vez el Nuevo Mundo y
poco más de tres décadas después de la partida de Pizarro hacia las tierras del sur.
La travesía en barco fue larga y hostil. Francisco, que no era soldado ni clérigo, viajó como uno más entre la
multitud de mozos de labor y aspirantes a fortuna. No buscaba oro, sino tierra, futuro, acaso dignidad.
Al llegar a Veracruz, lo sorprendió un mundo de luz distinta, donde las montañas no eran suaves como las de
Palencia, y el cielo parecía más próximo al suelo. En la Ciudad de México, asentada sobre las ruinas de
Tenochtitlan, encontró trabajo en las tierras de un encomendero. Aprendió a manejar bueyes y a sembrar maíz,
a convivir con indígenas que hablaban lenguas tan extrañas como él lo era para ellos. Nunca empuñó una
espada, pero supo abrirse paso con esfuerzo y cautela.
Con el tiempo, Francisco pidió tierras más al sur, en los márgenes de Oaxaca. Fundó una pequeña estancia y
tomó por compañera a una mujer indígena, de nombre Tequixquiapan, que los vecinos castellanizaron en
Teresa. Con ella tuvo dos hijos. Nunca se casaron formalmente, pero vivieron como matrimonio, compartiendo
mesa, trabajo y oración.
A diferencia de otros, Francisco no despreció lo que encontró. Había dejado atrás la piedra fría de Villaproviano
y encontró calor en la tierra roja de América. Su lengua se mezcló con otras; su fe, con los dioses antiguos que
aún habitaban los montes.
Años más tarde, dictó una carta al escribano del pueblo, dirigida a un sobrino en Carrión de los Condes,
pidiendo noticias. Supo entonces que su padre había muerto y que la vieja casa de la familia había pasado a
otras manos. Nada lo retenía ya al otro lado del mar.
Murió en 1583, rodeado de sus nietos, bajo la sombra de un árbol frondoso que en Castilla no crecía. Había
vivido más de sesenta años, y aunque nunca tuvo escudo, ni título, ni crónica, dejó su nombre grabado en un
registro polvoriento, en alguna partida de tierras y en los rezos de su descendencia.
En la nueva tierra que lo adoptó, Francisco de Lerones dejó atrás el polvo de la llanura castellana y se convirtió,
sin pretenderlo, en raíz de una nueva rama del mundo.
Los descendientes de Francisco Lerones contribuyeron a la edificación de la civilización hispánica.
Juan Carlos Pérez Elvira
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