Sabor a salitre
Toda la vida recordamos las poesías que aprendimos de niños. Al recitarlas, las letras de los versos
vagabundean por los recovecos de nuestros recuerdos hasta encontrar la conexión que los aflora del
olvido. Pero es un misterio cómo conseguimos recordar los olores o, aún peor, los sabores. El sabor a salitre
permanece en mi memoria unido a la dulce sensación de liberación. Hace muchos años que no veo a
Alejandro, pero su nombre es la chispa que me recuerda el sabor intenso a salitre. Inequívoco, preciso y
ácido hasta el punto de que mencionar su nombre me hace tragar saliva para diluir el salitre de mi paladar
que sólo existe en mi recuerdo.
Alejandro era un bromista ingenioso y ocurrente. Con él, era fácil iniciar la conversación con una chica,
embaucar al profesor que terminaría subiéndote la nota del examen o salir de un bar con una invitación
asegurada. Alejandro era el amigo al que todos nos gustaría parecer, el que tiene la llave del atrevimiento
abriendo una relación desconocida. Cuando Alejandro hablaba, las sonrisas se dibujaban a su alrededor
para corear sus ocurrencias y todo era divertido. Las conversaciones que surgían en grupo, iban torciéndose
para confluir en él, como los árboles maleados por el viento; y Alejandro entretejía las palabras para airear
su ingenio, aunque ello le costara la humillación a algún incauto de la conversación elegido al azar; aunque
nadie más que yo pudiera percibir el sabor a salitre y ácido de su afilada locuacidad.
La inteligencia de Alejandro, encontraba fácil presa con los más tímidos y asustados, a quienes denigraba y
despreciaba por ser, como decía, pusilánimes y cobardes. Pero donde daba rienda suelta a su escarnio con
verdadero disfrute, era con los más envalentonados, a los que vapuleaba con verdadera destreza
intelectual. Incluso en una ocasión se midió con un profesor sustituto que vino a rellenar la clase del
colegio. Desde el inicio, Alejandro se ensañó con aquel insolente, como él decía, que pretendía alzarse al
mando de la clase. No tuvo piedad; en un sinfín encadenado de ataques dejó a su desprevenido
contrincante al borde del fracaso académico para el recuerdo en su vida profesional y su asombro futuro. Y
yo también fui su víctima.
Durante los años en que coincidimos en la Facultad de Derecho, y antes de que la abandonara para
dedicarse de lleno a una exitosa vida en la política, Alejandro exhibía conmigo sus mejores dotes de
soberbia y arrogancia. Su dialéctica engreída estaba en un nivel superior a cualquiera de los estudiantes con
los que se medía y él lo sabía; y disfrutaba.
No es difícil imaginar un final para esta historia, en la que veo los ojos de Alejandro, sumergirse en el agua
de un mar en calma, e imaginar sus últimas agudezas, inaudibles por la fuerza de mis manos clavándose en
su cuello, chapoteando en el agua salada que alcanza mis labios con un inconfundible e imborrable sabor al
salitre de la serenidad.
Pero el destino guarda carambolas inesperadas. Años más tarde, Alejandro se vio mezclado en un sucio
suceso de corrupción política. Aunque las pruebas contra él no eran en absoluto concluyentes, fue
interrogado en un juicio, en calidad de alto cargo, en el que yo era uno de los abogados de la acusación.
Alejandro me reconoció y esbozó una sonrisa de superioridad; esa media sonrisa de desprecio y dominio
que le acreditaba como seguro vencedor en un terreno favorable. Y sólo hubo que esperar. Me mostré
torpe, articulando preguntas imprecisas y el capote surtió efecto: Alejandro mostró un despliegue narrativo
sin precedentes. No pudo evitar explicar, con verdadera elegancia y actitud presuntuosa, todos los detalles
ingeniosos de una trama propia del mejor guion cinematográfico. Se metió en la boca del lobo disfrutando
del recuerdo de los viejos tiempos, cuando la dialéctica era un juego; y lo confundió con esta época en
que la dialéctica es una trampa.
Cuando le visité en la cárcel, por asuntos administrativos, volví a ver su maldita media sonrisa, pero esta vez
se me asemejó a la mueca del sabor del salitre.
Abel Calle Montes
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