jueves, 22 de agosto de 2019

EN-CLAVE DE SOL Y HASTA EL FINAL

EN-CLAVE DE SOL

Y allí, en lo más alto de una roca frente al mar, lo comprendió todo: Allegro amanece, los rayos de sol iluminan el horizonte, comienza un nuevo día, pájaros piando efusivamente, olas bañando la playa, silenciosas pisadas sobre la arena. En tempo andante, sol cenital, cálido mediodía, alboroto de niños jugando en la arena, gaviotas sobrevolando el mar. Adagio al atardecer, empieza a refrescar, suave brisa, comienza el cansancio. Ya de noche, frío, cierra los ojos, descansa… escucha el silencio. Oscuridad eterna. Así es la vida.
                                                                   
                                                                                Lía Fernández Sangrador




HASTA EL FINAL


 La primera vez que le preguntaron qué quería ser de mayor, respondió muy seria: «investigadora». Y eso que en esa época una palabra tan larga apenas le cabía en la boca.

 Cuando empezó el colegio, la castigaban con frecuencia; si no era porque le había quitado las gafas a Cándido para observar ampliadas las partículas de tiza que caían al suelo al borrar la pizarra, era porque había echado en el zumo del almuerzo de Belén un renacuajo que había cogido en un charco «para comprobar si a los animales pequeños les gusta beber lo mismo que a los niños y corroborar así la teoría de la evolución», explicaba muy seria en el despacho de la directora. A Jesús, el más bajito de la clase, le medía las piernas y su contorno de pecho todas las semanas en la hora de gimnasia, y después llenaba una hoja entera con cálculos estimativos y se la mostraba muy seria mientras le contaba que su altura era debida a que tenía un corazón tan grande que su peso no le dejaba crecer como a los demás.

En casa, sus padres no tenían respuestas suficientes para tantas preguntas y se turnaban para salir a buscarlas hasta que pudo hacerlo por sí misma. Fue un descanso para ellos. En cambio su hermano nunca se cansaba de prestarle partes de su anatomía siempre que se las pedía: uñas, pelo, piel, y también se dejaba pinchar en la yema de los dedos para obtener gotas de sangre que ella analizaba muy seria con el microscopio que le trajeron los Reyes Magos cuando cumplió siete años.

Intenta esbozar una sonrisa al recordar todos estos episodios de su vida, pero no lo consigue. Su hermano, sentado a su lado, le presta la suya. En medio del silencio aséptico del hospital, celebran los resultados obtenidos con el nuevo fármaco para el cáncer de mama que se ha elaborado en el laboratorio que ella dirige. Es feliz, muy feliz, aunque casi no le quedan fuerzas para demostrarlo. Para ella llega demasiado tarde.

                                                                Margarita del Brezo Gómez Cubillo



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