Acababa de llegar a Madrid desde Frankfurt donde residía.
Como todos los primeros de
Noviembre, viajaba para depositar flores en la tumba de su
madre. Aquella tarde compró un
ramo de crisantemos y lo colocó en un jarrón del hotel donde
se hospedaba; se quedó
mirando largo rato las flores malva, de color pálido
algunas, de un color más intenso otras.
Observaba las hojas como leves plumas y le invadió la
nostalgia de otros tiempos felices.
- Iré mañana al cementerio, pero a la caída de la tarde;
entonces habrá menos gente, pensó.
Estaba cansado del viaje y se sentía triste, así que se
acostó pronto y no le costó dormirse
gracias en parte al Gin Tonic que se tomó en el bar para
relajarse un poco.
Al día siguiente cuando las luces de la ciudad empezaban a
encenderse, tomó un taxi y se
dirigió al cementerio. Quedaba poca gente dentro, observó
complacido, y se adentró con paso
rápido en el laberinto de tumbas. Casi todas estaban llenas
de flores. Buscó la de su madre
entre las hileras interminables de lápidas blancas o grises,
con cruces, con estatuas que en la
oscuridad parecían figuras fantasmagóricas.
Llegó hasta la tumba que buscaba y vio con sorpresa que
figuraba otro nombre. No era su
madre. A la sorpresa le siguió un estado de confusión y
luego de angustia.
-Era aquí, era esta-se decía. Se sentía aturdido. Miró a su
alrededor, sombras deslizándose,
voces tenues casi susurrantes. La luna pálida empezó a
perfilarse en el cielo.
-Tengo que estar equivocado, esto no puede ser. Mi madre
estaba aquí.
Buscó con la mirada alguien que pudiera ser un vigilante,
alguien que pudiera ayudarle. No se
veía a nadie y en aquel momento, un aviso por megafonía
instó a la gente a desalojar el
recinto. Iban a cerrar ya.
Se dirigió temblando a la puerta de salida; una gran verja
negra de aspecto carcelario.
Apretó con fuerza el ramo de crisantemos.
-Madre, eran para ti, murmuró. Mañana salgo de madrugada
para Frankfurt. No tendrás flores
este Noviembre, madre.
Margarita Alonso García Amilivia
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