viernes, 16 de septiembre de 2016

MI SALIDA DEL PUEBLO



     Tenía razón el Ingenioso Hidalgo en pretender que su Primera Salida fuera consignada para la posteridad en letras de oro y con las expresiones más solemnes.

     Y tiene razón la abnegada gestora de este blog en pedir a los ‘emigrados’ de Quintanilla que evoquemos nuestra primera salida. Porque el partir para dar a la propia vida otro rumbo u otra dimensión es cosa que marca un hito significativo en la biografía de una persona.
      Pero, ¡ay!; nuestros complejos mecanismos neuronales no siempre conservan los acontecimientos en un orden coherente y con profundidad proporcional a la importancia de cada vivencia; menos aún retienen el sentir con que entonces las experimentamos; ni guarda, a nivel consciente, la exacta huella que en nosotros han dejado. Es mi caso hoy, 66 años después. De mi salida de Quintanilla, en septiembre de 1950 a los doce años, en mi pobre y caprichosa memoria sólo quedan ahora algunos jirones inconexos y banales, y muy poco de las vibraciones con que viví todo aquello, lo cual resulta frustrante y un poco vergonzante.
      
ANTECEDENTES
      Tío Felipe, primo de mi padre, Agustino, venía algunos veranos a nuestra casa, donde era poco menos que venerado. Él debió insinuarme alguna vez la sugerencia de seguir sus pasos como religioso, pues me han contado (mi propia memoria no llega tan atrás) que en una ocasión le respondí: “No, yo no; pero usted, que ya lo es, siga en ello”.
      Sin embargo, andando el tiempo, la idea fue cristalizando y nuestro tío sugirió para mí, no su propia orden, sino otra congregación también de espíritu agustiniano pero más moderna: los Agustinos de la Asunción (a la que, por cierto, sigo perteneciendo), fundada en Francia en el siglo XIX, y establecida en España, con un internado en la villa de Elorrio (Vizcaya).


      El contacto directo se estableció finalmente a través de un Padre de esa comunidad e hijo del veterinario de Bahillo. Él vino a conocerme y a ‘examinarme’ en cuanto a formación escolar, encontrándome satisfactoriamente preparado.

ENTORNO CON EL QUE IBA A ROMPER
        Eran simplemente los distintos círculos relacionales propios del lugar y de mi situación del momento: además de la familia,
La calle.- La cuadrilla de coetáneos: el primo Tino (Celestino García), Tinín (Laurentino Cófreces), Vicente, “los melgos” Angel y Lucilo, Mariano, Felipe (F. Vegas) etc.
La escuela.- Los mencionados junto con otros menos cercanos en edad; y la sección femenina (sin mayúsculas ni entrecomillado ni en cursiva): Margarita, Pili, Felisa, Florencia, Eugenia etc.      –léanse esos nombres precedidos del artículo “la”, claro– y otras también más distantes en la edad. Todos debidamente instruidos a diario por el respetado magisterio de Don Isaías.
La iglesia o, más exactamente, la sacristía.- El grupo de monaguillos de Don Francisco (varios de los citados y Germán, decano de prestigio entre nosotros).
La fragua.- Me detengo más aquí porque éste fue un ámbito de socialización importante para mí, y no común a todos.
              La fragua era lugar de tertulia animada para muchos hombres del pueblo y de fuera (a la medida de la amplia clientela de mi padre), que allí esperaban mientras sus herramientas eran puestas a punto, o que venían simplemente a pasar el rato y encontrarse con otros (o, en invierno, a ‘echar piolitas’ a sus albarcas) o por otras mil razones. Día tras día oía yo aquellas conversaciones tan variadas durante las largas horas que también yo pasaba en la fragua ‘tirando del fuelle’ que avivaba el fuego de la tobera, o dando a mi padre, y a su ‘oficial’, las herramientas que requerían en el herrado de las caballerías o en otros trabajos. Seguro que todo aquello iría filtrando en mí un cierto conocimiento del mundo y de la vida.
              Mis pinitos en el campo de la forja no pasaron de unas cuantas “eses” (elementos en forma de S para unir cadenas o enganches) de regular factura; nada comparable con las ‘obras maestras’ que ya para entonces envidiaba yo a mi hermano Sine.
             Y lo que más me gustaba era el verano, por el trasiego de desmontar y montar las máquinas de segar Deering o McCormic con objeto de limpiarlas a principio de temporada o para reparar, siempre con urgencia, las frecuentes averías que sufrían en la azarosa tarea de la siega.

INMEDIATAMENTE ANTES...
        Del tiempo inmediatamente anterior a mi partida recuerdo bien el intenso trabajo de mi madre y mis hermanas para marcar con mis iniciales (y en parte confeccionar) la ropa que yo había de llevar al colegio. No supe entonces apreciar, en absoluto, la labor de aguja que ello suponía; pero sí lo he valorado, ¡y mucho!, de mayor; quepa en estas líneas una nueva expresión de gratitud a mi madre y a Feli, Florentina y Espe porque se dejaran los ojos y se les entumecieran los dedos en tan ardua y tediosa tarea, no sólo aquel primer año sino, casi otro tanto, cada uno de los cursos siguientes al renovar el ajuar.
       Todo ello iba a viajar en una maleta nueva que se había encargado al taller del señor Nicolás para mi mudanza: bien hecha, de madera, grande, color marrón oscuro, con cerradura y dos broches; es otra imagen de entonces que mi frívola memoria tiene archivada con más claridad de la que merecería.

       Más significativo me resulta hoy otro objeto que recuerdo con la misma precisión: una imagen de la Virgen del Valle, en blanco y negro, pero como plastificada, con un pie de cartón al dorso para que se tuviera de pie. Me la entregó mi  madre en los últimos momentos haciéndome entender que confiaba mi futuro a Su maternal protección, y recomendándome que la honrara devotamente. Y, en efecto, aquella imagen presidió durante años mi pupitre de la sala de estudio.

Nada recuerdo sobre el palpitar de mi corazón en la última despedida de los míos (cosa que mucho me duele y no le perdono a mi ineficaz retentiva, como volveré a decir). No dejaría de resultarme muy emotiva, naturalmente, pero no creo haber vertido lágrimas, más allá del probable enternecimiento por contagio de las de mi madre y hermanas. De donde deduzco que la escena no debió de ser muy dramática. Además yo sentía, desde algún tiempo atrás, un difuso anhelo de cambiar de aires, lo que debió contribuir a suavizar el desgarro de la ruptura.

 EL VIAJE
1ª etapa.- Salí de casa en una camioneta que transportaba grano, no sé de quién ni adónde; pero me veo con claridad cómodamente sentado encima de los sacos y estrenando entonces el guardapolvo que el colegio pedía como prenda de ‘a diario’. También recuerdo, claro, que me acompañaba mi padre, que supongo iría en la cabina del camión.
      No sé hasta dónde nos llevó aquel vehículo; probablemente hasta Saldaña o a Guardo, que era donde teníamos que coger el tren para Bilbao. Me acuerdo de haber tenido que “hacer noche” en Guardo una vez, en casa de unos parientes lejanos, pero no sé si fue en este primer viaje o en los de regreso al colegio en años sucesivos.
2ª etapa.- En Guardo, pues, vi el tren por vez primera y lo utilicé; el tren de La Robla. Mucho me llamó la atención ver cómo el revisor ‘picaba los billetes’: desde fuera, estando el tren en marcha. En efecto, los vagones constaban de compartimentos de dos asientos corridos frente a frente, aislados de los compartimentos contiguos y cada uno con su puerta al exterior; pero a lo largo de todo el vagón corría un estribo de tabla por la que se desplazaba el revisor sujetándose a distintos asideros y controlando los billetes en cada compartimento a través de la ventanilla. Bien recuerdo a aquel hombre, con su guardapolvo azul tremolando al aire por la velocidad (nada vertiginosa) del convoy. No pensé en averiguar si cobraba un plus de peligrosidad.

      Pero yo quería sobre todo ver bien ‘la máquina’, la locomotora. Nos pareció que la parada de Balmaseda se prestaría a ello, pues sería más larga que las demás. Esta equivocada parcialidad a favor de la villa vizcaína se debía sin duda a que me resultaba más familiar (y por ende más importante) porque en ella vivía Froilán, pariente de tío Eusebio y tía Heriberta que habían venido alguna vez por Quintanilla con su hijo Fabri, de mi tiempo, quien nos hablaba mucho de su pueblo. Pero los horarios de La Robla, serios e inflexibles (?), nada sabían de preferencias ni excepciones para Balmaseda; y así, a poco de habernos bajado, y de camino hacia la locomotora, ya el jefe de estación tocó el silbato al tiempo que agitaba su banderín verde. Mi padre y yo hubimos de correr un poco para no quedarnos en tierra y reubicarnos en nuestro compartimento.
3ª etapa.- Nada recuerdo de la llegada a Bilbao ni del traslado a la estación de Achuri para tomar el tren eléctrico que nos llevaría finalmente a nuestro destino, Elorrio. Sólo que era ya de noche y que en muchos tramos el ruido del tren era como un bufido, que a mí me impresionaba porque sugería una gran velocidad (aunque se debía más bien a que a menudo transcurría encajonado entre altos ribazos por ambos lados).
       También puedo evocar con precisión mi sorpresa al oír por vez primera el euskera que hablaban algunos de los viajeros. Mi padre me explicó, pero en sus propios términos, que se trataba del idioma local.
      Supongo que en la estación de Elorrio nos estaría esperando alguien del colegio, bien distante, pero
no puedo dar fe de ello.
     Pero lo que más me irrita y abochorna (dicho quede por última vez) es que ni siquiera recuerdo la despedida de mi padre, al día siguiente, para su regreso a Quintanilla; ni nada de mis emociones al cortarse aquella última hebra de los lazos tangibles que me vinculaban a la familia y a mi universo de Quintanilla. Quiero creer que, como los últimos abrazos antes, en el pueblo, tampoco esta despedida revestiría gran dramatismo.

        
INMEDIATAMENTE DESPUÉS
         La siguiente imagen, cronológicamente, que contemplo me sitúa ya en la gran sala de estudio del colegio, encontrándome bien entre los demás chicos de cerca (Bahillo, Itero, Villota) y de lejos (Burgos, Logroño, Vascongadas, Navarra), para el ejercicio de recibir los libros escolares.    
         Acostumbrado a la Enciclopedia de la escuela, me sorprendió que allí hubiera un libro para cada asignatura. Especialmente confuso me resultaba que uno se llamara ‘de Matemáticas’, pues la Enciclopedia me había familiarizado con otra terminología –Geometría y Aritmética– y lo de ‘Matemáticas’ era una extraña novedad (después no se me debió dar mal el trato con los libros, ya que, transcurrido el primer trimestre, me pasaron sin más del Primero al Segundo curso de aquel ciclo de Secundaria, modificado, vigente entonces en el centro).

Más torpe debí ser en otros aspectos prácticos, porque el último jirón de memoria que me queda sobre mi nueva situación, y que por lo banal me sonroja conservar, es la zozobra que me embargó al hacer la cama por vez primera con las sábanas que traía de casa: no recordaba las explicaciones que muy claramente se me habían dado sobre cuál iba arriba y cuál abajo (¿o era tal vez sobre qué borde iba a la cabecera y qué otro a los pies?). No sé cómo resolví el dilema, pero no recuerdo que después me quitara mucho el sueño.
      Ni tampoco que yo desaprovechara las noches con aflictivas añoranzas más allá de lo razonable.

      Nada más. Amistosamente, y con mis disculpas a quien haya tenido fuerza de voluntad y resistencia para leer hasta aquí de este prolijo y poco sustancioso “patchwork” sobre mi Primera Salida de Quintanilla.



                                                                                                                  Tasio








2 comentarios:

Tomás B dijo...

Tasio yo solo fui una vez en el tren de la Robla pero por lo que se de las experiencias de mi madre y hermanos supongo que lo de hacer noche seria de regreso a Quintanilla, ya que sabias cuando salias pero no cuando llegabas.
Yo cuando fui le dejamos en Santibañez porque dándose un poco de prisa podías coger el Abagon.
Creo que en la estación que mas paraba era la de Mataporquera por lo que la oí a mi madre.
De la estación de La Robla a la de Achuri quizás fuisteis andando pues no distan mucho como recordaras de otras ocasiones.
A si leí todo tu relato.

Saludos.

Quintanilla dijo...

Gracias Tasio por compartir con todos nosotros tus recuerdos.Claro que hemos leído hasta el final tu relato,cada una de las partes tiene su interés.Sería fantástico que alguien más se animara a compartir su experiencia de su salida del pueblo para estudiar fuera,much@s en internados.