Tenía razón el Ingenioso Hidalgo en pretender
que su Primera Salida fuera
consignada para la posteridad en letras de oro y con las expresiones más solemnes.
Y tiene razón la
abnegada gestora de este blog en pedir a los ‘emigrados’ de Quintanilla que
evoquemos nuestra primera salida. Porque el partir para dar a la propia vida
otro rumbo u otra dimensión es cosa que marca un hito significativo en la
biografía de una persona.
Pero, ¡ay!; nuestros complejos mecanismos
neuronales no siempre conservan los acontecimientos en un orden coherente y con
profundidad proporcional a la importancia de cada vivencia; menos aún retienen
el sentir con que entonces las experimentamos; ni guarda, a nivel consciente,
la exacta huella que en nosotros han dejado. Es mi caso hoy, 66 años después. De
mi salida de Quintanilla, en septiembre de 1950 a los doce años, en mi pobre y
caprichosa memoria sólo quedan ahora algunos jirones inconexos y banales, y muy
poco de las vibraciones con que viví todo aquello, lo cual resulta frustrante y
un poco vergonzante.
ANTECEDENTES
Tío Felipe, primo de mi padre, Agustino, venía
algunos veranos a nuestra casa, donde era poco menos que venerado. Él debió
insinuarme alguna vez la sugerencia de seguir sus pasos como religioso, pues me
han contado (mi propia memoria no llega tan atrás) que en una ocasión le
respondí: “No, yo no; pero usted, que ya lo es, siga en ello”.
Sin
embargo, andando el tiempo, la idea fue cristalizando y nuestro tío sugirió para
mí, no su propia orden, sino otra congregación también de espíritu agustiniano pero
más moderna: los Agustinos de la Asunción (a la que, por cierto, sigo
perteneciendo), fundada en Francia en el siglo XIX, y establecida en España,
con un internado en la villa de Elorrio (Vizcaya).
El contacto
directo se estableció finalmente a través de un Padre de esa comunidad e hijo
del veterinario de Bahillo. Él vino a conocerme y a ‘examinarme’ en cuanto a
formación escolar, encontrándome satisfactoriamente preparado.
ENTORNO CON EL QUE IBA A ROMPER
Eran simplemente los distintos círculos
relacionales propios del lugar y de mi situación del momento: además de la
familia,
La calle.- La cuadrilla de coetáneos:
el primo Tino (Celestino García), Tinín (Laurentino Cófreces), Vicente, “los
melgos” Angel y Lucilo, Mariano, Felipe (F. Vegas) etc.
La escuela.- Los mencionados junto con
otros menos cercanos en edad; y la sección femenina (sin mayúsculas ni entrecomillado
ni en cursiva): Margarita, Pili, Felisa, Florencia, Eugenia etc. –léanse
esos nombres precedidos del artículo “la”, claro– y otras también más distantes
en la edad. Todos debidamente instruidos a diario por el respetado magisterio
de Don Isaías.
La iglesia o, más exactamente, la
sacristía.- El grupo de monaguillos de Don Francisco (varios de los citados y Germán,
decano de prestigio entre nosotros).
La fragua.- Me detengo más aquí porque
éste fue un ámbito de socialización importante para mí, y no común a todos.
La fragua era lugar de
tertulia animada para muchos hombres del pueblo y de fuera (a la medida de la
amplia clientela de mi padre), que allí esperaban mientras sus herramientas
eran puestas a punto, o que venían simplemente a pasar el rato y encontrarse
con otros (o, en invierno, a ‘echar piolitas’
a sus albarcas) o por otras mil
razones. Día tras día oía yo aquellas conversaciones tan variadas durante las
largas horas que también yo pasaba en la fragua ‘tirando del fuelle’ que
avivaba el fuego de la tobera, o dando a mi padre, y a su ‘oficial’, las
herramientas que requerían en el herrado de las caballerías o en otros
trabajos. Seguro que todo aquello iría filtrando en mí un cierto conocimiento
del mundo y de la vida.
Mis pinitos en el campo de la
forja no pasaron de unas cuantas “eses” (elementos en forma de S para unir cadenas o enganches) de
regular factura; nada comparable con las ‘obras maestras’ que ya para entonces
envidiaba yo a mi hermano Sine.
Y lo que más me gustaba era el verano,
por el trasiego de desmontar y montar las máquinas de segar Deering o McCormic con objeto de limpiarlas a principio de temporada o para reparar,
siempre con urgencia, las frecuentes averías que sufrían en la azarosa tarea de
la siega.
INMEDIATAMENTE ANTES...
Del tiempo
inmediatamente anterior a mi partida recuerdo bien el intenso trabajo de mi
madre y mis hermanas para marcar con mis iniciales (y en parte confeccionar) la
ropa que yo había de llevar al colegio. No supe entonces apreciar, en absoluto,
la labor de aguja que ello suponía; pero sí lo he valorado, ¡y mucho!, de
mayor; quepa en estas líneas una nueva expresión de gratitud a mi madre y a
Feli, Florentina y Espe porque se dejaran los ojos y se les entumecieran los
dedos en tan ardua y tediosa tarea, no sólo aquel primer año sino, casi otro
tanto, cada uno de los cursos siguientes al renovar el ajuar.
Todo
ello iba a viajar en una maleta nueva que se había encargado al taller del
señor Nicolás para mi mudanza: bien hecha, de madera, grande, color marrón
oscuro, con cerradura y dos broches; es otra imagen de entonces que mi frívola
memoria tiene archivada con más claridad de la que merecería.
Más significativo me resulta hoy otro objeto
que recuerdo con la misma precisión: una imagen de la Virgen del Valle, en
blanco y negro, pero como plastificada, con un pie de cartón al dorso para que
se tuviera de pie. Me la entregó mi
madre en los últimos momentos haciéndome entender que confiaba mi futuro
a Su maternal protección, y recomendándome que la honrara devotamente. Y, en
efecto, aquella imagen presidió durante años mi pupitre de la sala de estudio.
Nada recuerdo sobre el palpitar de mi corazón en la última despedida
de los míos (cosa que mucho me duele y no le perdono a mi ineficaz retentiva,
como volveré a decir). No dejaría de resultarme muy emotiva, naturalmente, pero
no creo haber vertido lágrimas, más allá del probable enternecimiento por contagio
de las de mi madre y hermanas. De donde deduzco que la escena no debió de ser
muy dramática. Además yo sentía, desde algún tiempo atrás, un difuso anhelo de cambiar
de aires, lo que debió contribuir a suavizar el desgarro de la ruptura.
1ª etapa.- Salí de casa en una
camioneta que transportaba grano, no sé de quién ni adónde; pero me veo con
claridad cómodamente sentado encima de los sacos y estrenando entonces el
guardapolvo que el colegio pedía como prenda de ‘a diario’. También recuerdo,
claro, que me acompañaba mi padre, que supongo iría en la cabina del camión.
No
sé hasta dónde nos llevó aquel vehículo; probablemente hasta Saldaña o a
Guardo, que era donde teníamos que coger el tren para Bilbao. Me acuerdo de haber
tenido que “hacer noche” en Guardo una vez, en casa de unos parientes lejanos,
pero no sé si fue en este primer viaje o en los de regreso al colegio en años
sucesivos.
2ª etapa.- En Guardo, pues, vi el tren por vez primera y lo utilicé;
el tren de La Robla. Mucho me llamó la atención ver cómo el revisor ‘picaba los
billetes’: desde fuera, estando el tren en marcha. En efecto, los vagones
constaban de compartimentos de dos asientos corridos frente a frente, aislados
de los compartimentos contiguos y cada uno con su puerta al exterior; pero a lo
largo de todo el vagón corría un estribo de tabla por la que se desplazaba el
revisor sujetándose a distintos asideros y controlando los billetes en cada
compartimento a través de la ventanilla. Bien recuerdo a aquel hombre, con su
guardapolvo azul tremolando al aire por la velocidad (nada vertiginosa) del
convoy. No pensé en averiguar si cobraba un plus de peligrosidad.
3ª etapa.- Nada recuerdo de la llegada
a Bilbao ni del traslado a la estación de Achuri para tomar el tren eléctrico
que nos llevaría finalmente a nuestro destino, Elorrio. Sólo que era ya de
noche y que en muchos tramos el ruido del tren era como un bufido, que a mí me
impresionaba porque sugería una gran velocidad (aunque se debía más bien a que
a menudo transcurría encajonado entre altos ribazos por ambos lados).
También puedo evocar con precisión mi
sorpresa al oír por vez primera el euskera que hablaban algunos de los
viajeros. Mi padre me explicó, pero en sus propios términos, que se trataba del
idioma local.
Supongo que en la estación de Elorrio nos
estaría esperando alguien del colegio, bien distante, pero
no puedo dar fe de
ello.
Pero lo que más
me irrita y abochorna (dicho quede por última vez) es que ni siquiera recuerdo
la despedida de mi padre, al día siguiente, para su regreso a Quintanilla; ni nada
de mis emociones al cortarse aquella última hebra de los lazos tangibles que me
vinculaban a la familia y a mi universo de Quintanilla. Quiero creer que, como los
últimos abrazos antes, en el pueblo, tampoco esta despedida revestiría gran
dramatismo.
INMEDIATAMENTE DESPUÉS
La siguiente imagen, cronológicamente, que
contemplo me sitúa ya en la gran sala de estudio del colegio, encontrándome
bien entre los demás chicos de cerca (Bahillo, Itero, Villota) y de lejos (Burgos,
Logroño, Vascongadas, Navarra), para el ejercicio de recibir los libros
escolares.
Acostumbrado
a la Enciclopedia de la escuela, me sorprendió que allí hubiera un libro para
cada asignatura. Especialmente confuso me resultaba que uno se llamara ‘de Matemáticas’,
pues la Enciclopedia me había familiarizado con otra terminología –Geometría y Aritmética–
y lo de ‘Matemáticas’ era una extraña novedad (después no se me debió dar mal
el trato con los libros, ya que, transcurrido el primer trimestre, me pasaron
sin más del Primero al Segundo curso de aquel ciclo de Secundaria, modificado,
vigente entonces en el centro).
Más torpe debí ser en otros aspectos prácticos, porque el
último jirón de memoria que me queda sobre mi nueva situación, y que por lo
banal me sonroja conservar, es la zozobra que me embargó al hacer la cama por
vez primera con las sábanas que traía de casa: no recordaba las explicaciones
que muy claramente se me habían dado sobre cuál iba arriba y cuál abajo (¿o era
tal vez sobre qué borde iba a la cabecera y qué otro a los pies?). No sé cómo
resolví el dilema, pero no recuerdo que después me quitara mucho el sueño.
Ni tampoco que
yo desaprovechara las noches con aflictivas añoranzas más allá de lo razonable.
Nada más. Amistosamente,
y con mis disculpas a quien haya tenido fuerza de voluntad y resistencia para
leer hasta aquí de este prolijo y poco sustancioso “patchwork” sobre mi Primera Salida de Quintanilla.
Tasio
2 comentarios:
Tasio yo solo fui una vez en el tren de la Robla pero por lo que se de las experiencias de mi madre y hermanos supongo que lo de hacer noche seria de regreso a Quintanilla, ya que sabias cuando salias pero no cuando llegabas.
Yo cuando fui le dejamos en Santibañez porque dándose un poco de prisa podías coger el Abagon.
Creo que en la estación que mas paraba era la de Mataporquera por lo que la oí a mi madre.
De la estación de La Robla a la de Achuri quizás fuisteis andando pues no distan mucho como recordaras de otras ocasiones.
A si leí todo tu relato.
Saludos.
Gracias Tasio por compartir con todos nosotros tus recuerdos.Claro que hemos leído hasta el final tu relato,cada una de las partes tiene su interés.Sería fantástico que alguien más se animara a compartir su experiencia de su salida del pueblo para estudiar fuera,much@s en internados.
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