lunes, 27 de octubre de 2025
martes, 21 de octubre de 2025
Exposición de escultura en forja.
El artista Diego Calleja Relea ,vecino de Velillas del Duque,
presenta una colección de sus obras bajo el nombre ‘Arte en hierrazo’.
Podrás disfrutar de ella en el nuevo Centro Prieto Varela (Plaza del Alcalde Antonio Herrero),
del 17 al 29 de octubre.
Aqui teneis algunas de sus obras.Ni la luz, ni la cámara hacen justicia a la realidad. Exposición muy interesante .
¡¡¡No os la perdáis!!!
sábado, 18 de octubre de 2025
«Mundial de micro abierto de poesía» en Valladolid
Maria Consuelo Relea ha llegado hasta la final con el pase de oro del
I Mundial de Micro Abierto de Poesía. Siendo una de las cuatro finalistas que
volvieron a leer su última poesía .
El certamen recibió 724 inscripciones en los meses previos, de las que solo 100 poetas ,
de toda España ,fueron seleccionados para participar en esta final recitando sus
composiciones originales este sábado en Valladolid.
¡¡¡Enhorabuena Consuelo!!!
jueves, 2 de octubre de 2025
UNIENDO MODA CASTILLA Y LEÓN
Orgullosos de que los jóvenes inspiren su trabajo en sus orígenes y recuerden su pueblo: Quintanilla.
Gracias Lucía Ortiz Redondo y mucha suerte en tu futuro.
Presentación del Concurso de Jóvenes Diseñadores!
domingo, 21 de septiembre de 2025
“LOAS A LA VIRGEN DEL BREZO 2025”
Este domingo 21 de septiembre, han otorgado a José Javier Terán el Primer Premio en el VIII Certamen Nacional de “LOAS A LA VIRGEN DEL BREZO 2025”, género poesía,
por su poema titulado “LOAS A LA SEÑORA DEL BREZO Y DE LA PEÑA PALENTINA”,
que presentó bajo el Lema: “De nuevo junto a Ti”.
De especial ilusión para él, tratándose de una Virgen, a la que tiene un especial cariño, porque ya desde muy pequeño, en torno a los 12-13 años como colegial en Cervera de Pisuerga, andaba por los parajes donde se asienta este Santuario de la Virgen del Brezo, en el Norte de Palencia, en plena Montaña Palentina.
!!!Enhorabuena Javier¡¡¡
LOAS A LA SEÑORA DEL BREZO Y DE LA PEÑA PALENTINA
MI LEMA ELEGIDO HA SIDO: “DE NUEVO JUNTO A TI”
21-09-2025
¡Apresurad vuestros pasos!, corred alegres
peregrinos de aquí o de allá, que hoy llegáis
con renovadas ilusiones hasta estos escondidos parajes
donde la Virgen del Brezo resplandece y se cobija.
¡Escuchad! cómo las campanas del Santuario
no cejan en su empeño de anunciar con regocijo
a los habitantes de estos valles, ya en camino,
que la Patrona de la Peña les espera con especial contento.
¡Visitadla! prestos en su camarín de Reina
y Señora de estos parajes de nuestra Peña,
para que al menos en el día de su fiesta,
se encuentre acompañada de forma manifiesta.
¡Acompañadla! luego al procesionarla por la campa,
vitoreándola entre rezos de oraciones y letras de canciones
que nacen en la emoción de las más queridas tradiciones,
tan arraigadas en el sentir popular de nuestra Peña.
¡Despedidla! al final de la procesión, guardando
muy adentro la emoción tan enriquecedora vivida,
y volteando muy alto y con fuerza vuestro pañuelo
como despedida inquebrantable de la Patrona de la Peña.
¡Regresad! alegres y contentos a vuestras casas
al final de la jornada, con la luna en lo más alto;
llevando en el recuerdo el Santuario y estas vistas,
y la Virgen del Brezo a cobijo en su recinto.
J. Javier Terán
sábado, 9 de agosto de 2025
MICRORRELATOS RAPOSOS 2025 ( III )
MICRORRELATOS RAPOSOS 2025 ( I )
MICRORRELATOS RAPOSOS 2025 ( II )
SENTIDOS
Cuando empezó a rellenar su mente en blanco y a recuperar sus sentidos
perdidos, el primero del que fue consciente fue la vista al distinguir una especie
de neblina a la que todavía no podía encontrar explicación pues su almacén de
recuerdos estaba momentáneamente vacío.
Le siguió después el olfato cuando una sensación nueva, rara, un tanto
desagradable le llevó a ponerse en alerta ya que le resultaba imposible de
reconocer en esos instantes pero que sin duda no podía anunciar nada bueno.
A esto le siguió la paradoja de reconocer por un lado un silencio total atenuado
por el sonido de una suave melodía que le resultaba tremendamente familiar y a
la vez le sugería una situación de bienestar y relajación que en otros momentos
había experimentado al escucharla.
Reconoció por el tacto de su piel que unos hilos de un líquido viscoso se
deslizaban desde su cabeza y recorrían las facciones de su cara bajando hasta su
boca que los percibió calientes con un sabor tirando a metálico y que reconocía
que había sentido en otras ocasiones.
A todo esto se le unía una fuerte presión en el pecho, casi dolor, que le
incomodaba en demasía y hacía difícil su respiración.
El tiempo iba pasando, la recuperación de su consciencia se aceleraba y la
memoria de sus recuerdos iba tomando su sitio, se iban conectando entre ellos,
se empezaban a entrelazar las piezas que individualmente se habían ido
presentando y en breve conformarían el cuadro final.
Empezó identificando la neblina como una mezcla de humo y vapor de agua, el
olor desagradable que percibió podía ser una mezcla de líquidos aceitosos
derramados, la melodía que seguía sonando era sin duda una de sus canciones
favoritas que tantas veces le había hecho feliz al escucharla y parecía venir del
equipo de sonido de su automóvil, los hilos de líquido viscoso con sabor
metálico que resbalaban desde su cabeza por toda su cara parecían responder a
su propia sangre y por último, la luz azulada intermitente que aparecía a lo lejos
y se iban acercando, sin duda alguna, se trataba de un vehículo de emergencia y
más concretamente de una patrulla de la guardia civil.
De golpe, tuvo conocimiento absoluto de sí mismo, su cerebro unió todas las
piezas y le presentó el resultado final.
Había sufrido un accidente con su coche..., pero podía contarlo.
Carmelo J. Calle Montes
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Ruido
El primer podcast del día comenzaba antes de que sus pies tocaran el suelo. La voz de una experta en salud llenaba el baño
mientras se duchaba, solapándose con un vídeo que veía mientras se vestía. En el desayuno, las noticias de fondo, y el
trayecto al trabajo, una inmersión en su lista de reproducción, diseñada por un algoritmo para mantener su pulso
acelerado. Paz no caminaba por la calle: deambulaba.
Su vida era un flujo incesante de contenido. Los silencios le provocaban una extraña ansiedad, un vacío que se apresuraba a
llenar con audios de WhatsApp, podcasts, música... El mundo real, con sus matices y sus pausas, era solo el escenario mudo
donde se proyectaba su cacofonía digital.
Oía pero no escuchaba. Mientras toda esa información atronaba sus neuronas, sus pensamientos se amontonaban
desorganizadamente: Tengo que dar de comer al gato, ¡oh no! ¡El informe trimestral!. No he contestado al audio de María,
luego lo hago… Comprar mayonesa, que no se me olvide. La verdad es que debería hacer caso a este dolor de cabeza que
tengo. Hoy veré el último capítulo de Stark. ¡Mamá! ¡Voy a llamarla ahora mismo!
Pero la vida se adelantó. Una llamada rompió su burbuja. Su madre, que vivía en el pueblo, se había roto la cadera. No
había opción. Hizo una maleta a toda prisa, descargó horas de contenido para el viaje y se lanzó a la carretera. La cobertura
de su móvil murió a mitad de camino, dejando desaparecer las rayas como luces que se alejan en una ciudad. Cuando
reparó en esto sintió mucha incomodidad. Nada podía hacer, pero al menos tenía contenido descargado.
Llegó al pueblo de noche. Un manto oscuro y una quietud casi agresiva la recibieron. Tras instalarse en la vieja casa familiar
y asegurarse de que su madre estaba bien en el hospital, se sentó en el porche. El instinto la llevó al bolsillo, pero solo
encontró el rectángulo inerte de su teléfono.
Era incómodo. El silencio parecía gritar. Poco a poco, sus oídos, atrofiados por el matrix digital, comenzaron a despertar.
Primero distinguió un sonido que reconocía. Era el río. No el sonido genérico de "agua corriendo" de una app de
meditación, sino el murmullo particular de ese río, “su río”, aquel en el que disfrutó tanto de niña. Luego, una brisa se
levantó, y con ella llegó un siseo suave, rítmico. El cierzo - pensó mientras rememoraba los momentos más felices de su
infancia. El cierzo movía los campos de trigo, provocando una melodía todavía más rítmica en su nueva “lista de
reproducción”.
Era el sonido de la tierra respirando.
Pasó los días siguientes así. Cuidaba de su madre, paseaba por el río y se sentaba a la sombra del manzano. Escuchaba.
Escuchaba el zumbido de las abejas, el crujido de la grava bajo sus pies, el eco de sus propios pensamientos, claros y nítidos
por primera vez, sin ser interrumpidos.
Descubrió que el silencio no era la ausencia de sonido, sino la presencia de todo lo demás. Era el lienzo sobre el que la vida
pintaba su sinfonía. Se dio cuenta de que su existencia había sido una huida constante, un intento desesperado de llenar
cada grieta de su conciencia con ruido ajeno para no tener que enfrentarse al propio.
Una tarde, la cobertura volvió al pueblo. Cientos de notificaciones inundaron la pantalla. Sintió una punzada de la vieja
ansiedad, pero esta vez era diferente. Era rechazo. Apagó los datos y el wifi. Por primera vez en años, el único ruido que
quería escuchar era el de la vida, fluyendo, sin pausas ni botones de skip. Y era maravillosa.
Inmersa en su nueva melodía vital, se sorprendió con el rugido del viejo portón del patio al abrirse. Era su hermano. No
venía solo. Empujando lentamente una silla de ruedas a través del umbral, apareció su madre con una sonrisa en la cara. Su
cadera se había recuperado mucho mejor de lo que cualquier médico pudiera imaginar. Con el alta en la mano y un impulso
por levantarse de la silla, su madre extendió los brazos para abrazar a Paz y con una voz que solo transmitía amor le dijo:
- Gracias por volver a escuchar.
Ana Belén Castrillo Gutiérrez
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NAUFRAGIO 2 de Diciembre de 1947
Soy Lucía Pereira, tengo 25 años y soy madre de dos niños, Manuel de tres años y Joaquín de
uno.
El día 2 de diciembre mi vida cambió para siempre, el amor de mi vida, Manuel, me fue
arrebatado sin compasión.
Aquel 1 de diciembre nació nublado, frío y sombrío, no llovía, ni hacía viento, pero un ambiente
pesado lo envolvía todo. Comenzaron a llegar los arrastreros, cogí a los niños y como cada día
que el tiempo lo permitía corrimos a la playa para recibir a Manuel, su cara agotada tras una
noche larga en el mar se iluminaba al vernos en la orilla, Manuel, ajeno el frío, corría hacia su
padre que lo alzaba al aire como el que levanta una pluma, mientras, Joaquín, se movía
nervioso en mis brazos alzando sus manitas ansioso de que su padre lo alzara también a él, y
así ajenos a todos nos fundimos en un abrazo cálido en el que desaparecieron el frío de la
noche y el miedo a no volver.
La pesca había sido escasa y no daba para mucho, los capitanes no podían más que repartir lo
conseguido, volvimos a casa, aticé la lumbre, preparé un almuerzo y Manuel agotado se dejó
caer en nuestra cama, los niños se unieron a él y los tres abrazados se quedaron dormidos, no
podía sentirme más feliz, una calma dulce lo inundaba todo.
A media tarde llamaron a la puerta, un escalofrío recorrió mi espalda, el capitán había decidido
partir de nuevo, había llegado un arrastrero cargado de sardinas y tenían que aprovechar.
Manuel me miró resignado, el espectro del hambre vencía al cansancio y el miedo de partir,
aunque hacía buena tarde había presagios de tormenta y algo en mi interior me inquietaba
más de lo habitual.
Poco a poco los arrastreros fueron partiendo, Manuel se despidió de los niños que jugaban en
la arena, me abrazó con fuerza en un intento por tranquilizarme
- No te preocupes mujer, mañana por la mañana estaré de vuelta con las bodegas llenas, y me
dio un último abrazo que guardo en mi corazón.
La tarde fue cambiando, el viento frío giró al nordeste, nubes cargadas de lluvia cubrían el cielo,
cayó la noche, oscura, sin luna, el mar rugía y las olas se elevaban como montañas, nada bueno
podía acompañar esto…. Miré por la ventana con la esperanza de que nada malo ocurriera,
aunque en mi interior sentía un miedo aterrador. Nerviosa, escuché gente corriendo por la
calle, mujeres, viejos y niños de un lado a otro, llantos…
Tapé a Joaquín con el arropo de su padre y agarré con fuerza a Manuel
- Vamos hijo no sueltes de mi mano,
Corriendo nos dirigimos al pantalán, la gente se agolpaba, sólo se veía el mar embravecido y la
espuma que provocan las olas. Comienzan a llegar los primeros arrastreros con mucha
dificultad, las noticias no eran buenas, y en ese instante siento que algo se rompe dentro de
mí. Tengo la certeza de que Manuel no va a volver.
Paralizada, veo como el caos se apodera todo, un ambiente pesado, inunda la playa y el
pantalán, aparecen los primeros cuerpos…. Los restos de lo que antes fueron barcos…. Los
restos de los que fueron nuestros hombres… Manuel no va a volver.
Esther Ballesteros Gozalo
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El hombre de la gabardina
Después de dar un sorbo a su café solo, Mario se dispuso a hojear el periódico que el anterior cliente había dejado
abandonado en la barra, junto con su respectiva taza vacía. Estaba abierto en la sección de sucesos, tal y como
estarían esa mañana todos los demás en la ciudad. Habían detenido al culpable del asesinato del mes anterior.
Según la entrevista al inspector de policía, habían encontrado la navaja que usó a unos 3 km río abajo de donde
aparecieron los cuerpos de esos dos niños, a los que habrían de sumarse otros cuatro, ya que este ya era el tercer
caso de esta misma naturaleza. Las huellas que encontraron pertenecían a un tal Emilio Rodríguez, un conductor de
autobús que residía en un barrio del extrarradio, que ya tenía asignado abogado de oficio.
Las típicas alegaciones lacrimógenas de inocencia de dicho sujeto y una foto de la detención completaban la noticia,
que Mario ni se molestó en mirar. En su lugar, sacó de su mochila una manzana, la cual se disponía a morder, cuando
cruzó la puerta un hombre ataviado con una gabardina gris, con las manos en los bolsillos. Se sentó al lado de Mario,
y sacó del bolsillo derecho la mano enfundada en un guante negro para señalar al periódico que Mario tenía entre
las manos, mientras pedía un café largo.
—Bueno, parece que ya han encontrado a ese cabrón —dijo con voz tranquila—. Ya era hora. Parece ser que la
policía se ha tomado su tiempo.
—Sí, pues este es el tercero que pillan en lo que llevamos de año —respondió Mario, con una mueca de sarcasmo—.
Es que ya no te puedes fiar de nadie.
—No, está visto que no —dejó su vaso de café en la barra y alargó la mano a Mario —. Soy Diego, por cierto.
—Un placer, Diego. Oye, perdona una pregunta, ¿no tienes calor con esa gabardina y los guantes? Estamos casi en
Junio.
—Ya, la verdad es que vengo de un clima un poco más cálido, y todavía me estoy acostumbrando a este —respondió.
Entonces, sacó su mano izquierda desnuda de la gabardina, y se quitó el guante, mostrando un vendaje blanco que
cubría toda la palma, y añadió—: Lo del guante es por esto. Se me cayó aceite hirviendo de la sartén, y tengo que
llevar estas vendas durante una semana. El guante me ayuda a rozar menos la mano cuando cojo algo.
—Uf, ya lo siento, las quemaduras son complicadas de curar —respondió mientras sacaba la manzana que se había
guardado—. Justo me has pillado cuando iba a almorzar.
—Ah, pues adelante —metió la mano de nuevo en su bolsillo derecho, sacando una navaja pequeña—. Ten, te será
más cómodo. Y de paso, te pediría un trozo, me vendrá bien con el café.
Mario cortó la manzana en cuatro trozos, y mientras le tendía uno a su compañero de barra, hizo una seña al
camarero para pagar el café, al mismo tiempo que le devolvía la navaja a su compañero, que guardó de nuevo en el
bolsillo derecho.
—Bueno, me gustaría quedarme, pero tengo que estar de vuelta en mi oficina en cinco minutos. Gracias por el trozo.
—No hay de qué —respondió Mario—. Ya nos veremos más por aquí.
Mario hoy no tenía prisa, así que permaneció tranquilo terminándose su taza, mientras veía a su compañero
perderse entre la gente que pasaba por enfrente del ventanal del bar. En ese momento, uno de los encargados que
estaba descargando en el almacén, salió a la barra.
—Veo que ya ha conocido a ese individuo —afirmó mientras abría un botellín de cerveza—. Es un tipo algo extraño.
Coincido con él en el restaurante de ese hotel nuevo que han abierto al final de la calle, porque descargo allí a
primera hora. Como se aloja en el hotel, come allí casi todos los días. Todo el tiempo se quejaba de lo cara que era la
pensión completa, y de que menos mal que se iba mañana de aquí.
Tras decir esto, cogió el carro de ruedas que había traído, y volvió a la parte de atrás, añadiendo entre risas:
—Tendría que haber visto la cara del camarero cuando le pidió un rollo de vendas.
Carlos Calle del Río
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LA HERENCIA
Como cabía de esperar, llegó el día en el que al abuelo se le acabó la vida.
Después de casi cien años, cansado ya de aguantar achaques y males, por otra parte propios de tanta edad, el abuelo dejó de aguantar, como él solía decir, tanto cambio y tantas tonterías en aras del progreso.
Era el padre de familia, pero todos le llamaban el abuelo. A casa llegaron todos los hijos y nietos, avisados por Andrés, el hijo con quien había compartido casi toda su vida, pues su esposa, la abuela Sofía, había fallecido hace muchos años, al poco de nacer Andrés, el pequeño.
Pasados los duelos y el funeral, multitudinario porque el señor Benito era un hombre muy querido en el pueblo y en la comarca, llegó el momento de hablar de la herencia. Como es habitual en estos casos, hubo sus discrepancias pues cada hijo tenía una opinión distinta de los demás.
Antonio, el mayor y el que más había progresado en la vida sostenía que lo mejor era venderlo todo y dejarlo liquidado, probablemente por su deseo de olvidarse del pueblo y seguir con su espléndida vida.
Marisa opinaba lo mismo, aunque su situación tampoco necesitaba ningún aporte económico, pues estaba casada con un empresario bien situado.
Y a Beatriz, todo le daba igual, soltera, siempre había vivido independiente y muy desligada de la familia.
Solamente Andrés quería mantener las tierras y el caserón donde habían vivido y trabajado siempre y que guardaban tantos recuerdos de una vida dura y sacrificada . Al final prevaleció el criterio de Antonio y Marisa y se deshicieron de todo lo material, vendiéndolo y repartiendo el dinero obtenido.
Pero la mejor parte se la llevó Andrés que siempre había vivido y trabajado con el abuelo; se llevó todos los recuerdos y consejos que a sus hermanos no les servían de nada, pero a él le ayudarían a seguir viviendo. Se quedó con los refranes y las historias que el abuelo le contaba y se quedó con el apodo con el que el abuelo era conocido : “El tranquilo”.
Luis Enrique Pozo Calle
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Y… ¿por qué…?
Salimos a pasear como el día anterior, aunque por diferente camino. Esta vez,
quería que mi hijo viese unos árboles que plantó su abuelo, en la lindera de una pequeña
tierra que tenía junto al río.
Íbamos hablando. A Pablo todo le llamaba la atención; el camino lleno de
piedras, los pardales que revoloteaban a nuestro lado y hasta una mariposa que quería
posarse en su jersey. Mi niño… ¡era tan pequeño!
Pasamos junto al cementerio del pueblo, que estaba al lado del camino. Me
preguntó qué era aquello, le dije que allí estaban las personas del pueblo que ya habían
fallecido. Se quedó mirando a través de las puertas enrejadas. Después de algún minuto,
dijo: pero… ¿dónde están los muertos? ¿No dices que están en el cementerio?
Sí, ahí están, respondí yo.
No veo ninguno, papá, volvió a decir Pablo con una expresión digna de ser
fotografiada para no perder la instantánea de la candidez.
Entonces le relaté como pude lo que hacen los mayores cuando alguien muere.
Me miraba estático, sin pestañear.
Cuando terminé de hablar, él seguía callado, así permaneció unos instantes.
De pronto, como si alguien le estuviera dictando, me dijo: No entiendo muy
bien, papá, por qué los tapan y por qué a algunos los queman. ¿Es un pecado morirse?
Si no es un pecado… ¿por qué los castigan?
Yo me quedé mirando, ordenando mis ideas para responder de alguna forma
convincente a mi hijo, pero antes de poder hacerlo, exclamó: ¡qué raros sois los
mayores! Y… siguió caminando en silencio.
Mª Consuelo Relea Bores
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MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( II )
MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( I )
MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( III )
El baúl de los recuerdos
Sucedió una tarde calurosa, una de esas tardes castellanas cuando la sequedad de la meseta se
muestra en toda su crudeza.
Ella esperaba con impaciencia una llamada a su móvil. Mientras esperaba escuchaba música,
elegía la música que la hacía sentir tranquila y confiada pero que aquella tarde parecía no
cumplir ese objetivo.
El verano es una etapa difícil, pensó Mariana. Le faltaban sus amigos que estaban de viaje
disfrutando sus vacaciones; ella no había podido viajar aquel verano por la muerte reciente de
su padre, traidora primavera había dicho en voz muy baja, mientras acariciaba las manos de su
padre; nada podía llenar ese hueco que él había dejado. Miraba las plantas casi secas, le
habían faltado fuerza y ganas para regarlas. Soledad era la palabra que se clavaba en su
mente. Recordaba a su madre que también se había ido hacía un largo tiempo y a sus
hermanos que habían decidido buscar trabajo lejos de su tierra.
Ella estaba allí sentada en su mecedora dejando pasar el tiempo y quizá esperando que
pudiera suceder algo, algo que trajera lo que la gente decimos ganas de vivir.
Sonó el teléfono. Una voz ronca le preguntó si había recibido una comunicación en su correo,
era importante que lo confirmara; había que entregar un documento que seguramente ella
ignoraba, ya que no estaba al corriente de los asuntos de su padre.
-Localice el documento con las claves que le envío a su correo, y llámenos de nuevo.
Mariana pensó enseguida que el documento podía encontrarlo en el desván donde su padre
tenía muchas carpetas que había ido acumulando a lo largo de los años; ella no frecuentaba
ese espacio pues solo se desplazaba desde Madrid donde trabajaba para pasar unos días con
él.
En el desván Mariana encontró el documento que le habían pedido y , lo más importante,
encontró sus recuerdos; abrió un baúl lleno de cartas de toda la familia, objetos entrañables
que la hicieron emocionarse, entre ellos una muñeca que había pertenecido a su madre y que
en sus cortas visitas a su familia no había vuelto a ver. Pasó largo tiempo en el desván y cuando
cerró la puerta con llave se despidió de sus recuerdos, pero esta vez sabía que volvería pronto
y que siempre la estaría esperando el desván.
Margarita Alonso García-Amilivia
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ALFA CENTAURI
Llevo dos días sin salir de casa, sin ganas de nada. En el aire, junto al polvo suspendido, flotan estancados
mis pensamientos. No me apetece abrir la puerta a la educadora social que me visita cada semana. La
tristeza se ha adueñado de mí empapándome como la persistente llovizna tras la ventana. No tengo fuerzas,
parece que llevo una losa colgada del alma. Los recuerdos raspan por dentro. Fui famoso en los años
noventa, la gente repetía mis frases como mantras absurdos, trasnochaba para verme en televisión. Ahora
soy una caricatura desdibujada que intenta proyectarse en redes sociales. Pocos me recuerdan, y si lo hacen,
es para burlarse. Aunque siempre se rieron de mí. Yo era el tonto del pueblo catódico, un bufón mediático.
Mientras otros ganaban dinero, yo me hundía.
Nunca llegaron las naves desde Alfa Centauri. Estaba convencido de que vendrían. Estaban a solo
1,34 parsecs. Con sus motores de curvatura impulsados por iones podrían haber llegado en un par de meses.
Eso me dijeron, ese fue el mensaje que capté con mi equipo de radioaficionado. Así lo conté a aquel
reportero tan majo. Yo hablaba con el corazón en la mano; él escuchaba con el interés de quien ha
encontrado un filón de audiencia.
Escucho, amortiguada por la puerta, la voz de Sara, la educadora. Su tono es dulce, cálido, casi
familiar. No tengo ganas de verla ni de fingir que todo va bien. “Vuelve mañana”, digo, acercándome a la
puerta sin esperar respuesta. Me hundo de nuevo en el sofá, como un náufrago en una balsa tejida con
desesperanza y resignación.
La primera vez en un plató fue deslumbrante, y no solo por la luz. Las cámaras, los focos, los
cables, los operarios… todo emitía vida y posibilidades. Quizá fue culpa de las pastillas que me recetó aquel
psiquiatra engreído: esa medicación acabó con mi lucidez, con la intuición que desbordaba mi mente y me
hacía sentir especial.
Por un momento, me arrepiento de no haber abierto a Sara. A veces me entiende. Otras me riñe
como si fuera su hijo, aunque le doblo la edad. Pero al menos me escucha, y eso ya es más de lo que hace
el resto del mundo.
¿Por qué no llegaron las naves? ¿Qué hice mal? Lo mismo el psiquiatra tenía razón y todo fue un
delirio mesiánico. Quizá solo era estática, y yo puse orden donde solo había interferencias, como quien ve
figuras en las nubes.
Recibo un mensaje: “Hola. Me llamo David, soy periodista. Preparo un reportaje sobre los
excesos de la telebasura de los noventa. Me gustaría contar tu historia. Mostrar tu lado humano. No será
sensacionalismo. Te lo prometo”. No sé si quiero que cuenten mi historia. Saldrá todo: también los ingresos
psiquiátricos. Aunque quizá podría aclarar ciertas cosas… pero ¿a quién le importa?
Llaman de nuevo al portero automático. Abro. No sé por qué lo hago. Posiblemente porque me
interesa saber qué opina Sara del periodista. También porque ya estoy harto de la soledad.
Sara me observa con esa mezcla de ternura y protocolo que tienen los profesionales. Sonríe. Su
mirada transmite alivio. “Necesitas una ducha”, dice con toda la amabilidad que permite una frase así. Mira
de reojo el desorden, pero esta vez no insiste. Quizá ya ha comprendido que el caos también forma parte
del paisaje de mi alma. Hablamos del periodista. Luego su atención se posa en mi antiguo equipo de
radioaficionado. Lo encendemos. Sorprendentemente, aún funciona. La estática inunda la sala. Sintonizo,
sin pensar, la frecuencia de siempre. Y entonces oímos un mensaje: “Debido a la suspensión del programa
de exploración espacial, posponemos nuestra visita a la Tierra.” La voz es clara, metálica, grave,
inquietante. Sara se queda helada. Dice que se tiene que ir. Tras un silencio, murmura: “Esto es cosa de
algún bromista.” No sé si intenta calmarme o calmarse. Baja las escaleras hablando por teléfono. La oigo
pedir cita con su terapeuta.
Vuelvo a quedarme solo. Esta vez, la soledad está mitigada. No sé si estoy compartiendo un
síntoma, o soy testigo de la mayor noticia del planeta.
Luis Rodríguez Sanz
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El cuquero y nosotros los chavales
-¡Mamá!, ¡mamá!, que ya ha llegado el cuquero al pueblo, que ya está en la plaza.
-¡Corre mamá!, que estoy muy nervioso. Dame aquella propina especial que me prometiste si me
portaba bien en la escuela y estudiaba mucho. Que he quedado con mis amigos ahora mismo para
ir rápidos a la plaza y comprar muchas chuches. ¡Corre mamá!, que ya llego tarde y se me está
haciendo la boca agua… Y no te preocupes, mamá, que te traeré unos dulces para ti.
Y tras, seguro, un parecido corto diálogo en el resto de casas mientras de prisa y corriendo
depositábamos un ligero beso en la mejilla de nuestras madres, allá que nos íbamos a toda prisa
los chavales, hasta la plaza del pueblo, en una carrera sin frenos, tratando de llegar los primeros.
Porque allí nos esperaba el puesto del cuquero, que había extendido hábilmente su mercancía de
todo tipo de dulces a lo largo de aquella gran mesa que hacía nuestras delicias durante la fiesta.
Porque a nosotros se nos iban los ojos ante tanta variedad de golosinas como teníamos frente por
frente. Y, por momentos, hasta se nos hacía un tanto difícil el poder elegir de entrada varias de
ellas para acallar las ansias de dulces que nada más ver aparecer en la plaza al cuquero, se habían
apoderado de nosotros.
Del primer golpe, llenábamos uno de los bolsillos del pantalón de dulces y nos íbamos hasta la era
junto a la carretera para disputar un pequeño partido de fútbol. Y allí, entre patada y patada al
balón, dulce que llegaba hasta nuestra boca. Que recibía agradecida el regalo y cuyo elixir parecía
darnos un vigor extra para no cansarnos durante el juego.
Pero al rato notábamos que por mucho que rebuscásemos en el bolsillo de nuestro pantalón el
pequeño depósito de golosinas se había agotado; por lo que de pronto sentíamos que el cansancio
físico se estaba apoderando de nosotros. Y de común acuerdo decidíamos finalizar el partido de
fútbol, tuviese éste el resultado que fuese, y encaminar nuestros pasos de nuevo hasta el puesto del
cuquero para tratar de proveernos de otro pequeño cargamento de dulces, previo cotejo del dinero
que aún nos quedaba en el otro bolsillo del pantalón.
Hacíamos nuestros cálculos a grandes rasgos y, aunque todavía quedase la tarde por el medio,
entendíamos que a aquella hora del mediodía aún podíamos aprovisionarnos de algunos dulces
más. Y así lo hacíamos sin mayor pensamiento. Además, como era el día de la fiesta, siempre
ocurría que los tíos y otros familiares más cercanos se mostraban generosos con nosotros y nos
dotaban de una propina especial. Que, una vez en nuestras manos, bien sabríamos nosotros en qué
emplearla.
A aquella corta edad que disfrutábamos, durante el día de fiesta en el pueblo nuestra máxima
diversión era estar siempre próximos al puesto del cuquero en su ubicación en la plaza y, llegada
la tarde, corretear por entre las parejas que bailaban al aire libre al ritmo que iba marcando la
orquesta con su música.
Y eso sí, estar pendientes de que no faltase un dulce en nuestro bolsillo del pantalón; que ya
sabríamos nosotros dar buena cuenta de él.
Si el grupo de aquellos amigos de entonces nos juntásemos hoy por unos instantes, hasta
podríamos traer al presente el recuerdo del rostro de aquel cuquero que, cada fiesta, acudía presto
con su especial cargamento de dulces a nuestro pueblo para hacer las delicias sobre todo de los
más pequeños; que éramos nosotros: los chavales y chavalas de Velillas del Duque.
José Javier Terán Díez
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Gatos
(Un gato es un corazón envuelto en pelaje. Proverbio chino)
Los habitantes de mi pueblo se cuentan con los dedos de las manos. La
despoblación, el ciclo de la vida y la falta de oportunidades se los han ido llevando a casi
todos: unos a la ciudad, otros a la eternidad.
Casi de forma providencial, los pocos vecinos que se han quedado han
emprendido una lucha silenciosa para que mi pueblo sobreviva. Una dura y fervorosa
tarea que ellos mismos se han impuesto, como héroes sin capa luchando contra la
indiferencia, sin duda, la peor de las calamidades.
Y así, cada día, sin estruendos ni altavoces, libran esa batalla a su manera para
que renazca de sus recuerdos y de sus ruinas. De su soledad, abandono, aislamiento y
vacío, obstáculos de esa vida cotidiana que prefieren olvidar para seguir adelante.
Aunque lo que nunca imaginaron los habitantes de mi pueblo es que la población
de gatos llegaría a triplicar a la de personas… Pero así ha sucedido.
Son gatos bonitos, de variados pelajes y con un lustre que corrobora que están
bien alimentados. Pero esos gatos, como todos los animales de compañía, necesitan
algo más que un saco de comida cada cierto tiempo y un hueco para entrar y salir de su
escondrijo, hasta ahora lo único que se les ha ofrecido. Los colocaron allí de la noche a
la mañana, o de la mañana a la noche, quién sabe. Quizá con el propósito de que se
cumpla el mandato bíblico de “creced y multiplicaos”.
Y como se los ha dejado a su albedrío, huérfanos de hogar y de ternura, su huella
deambula por las calles, las aceras o los accesos a sus deshabitadas casas.
La despoblación es una muerte agónica que lo cambia todo. Aquí, hasta el viejo
refrán de “somos cuatro gatos”, ha dejado de tener sentido. Las ironías del destino se
han ensañado a fondo con mi pueblo de una manera tan amarga, tan implacable que
ahora cuenta con más gatos que personas.
María Isabel Calle Montes
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Francisco de Lerones: partida sin regreso a Villaproviano
Francisco de Lerones, que realmente existió, nació en el año del Señor de 1517, en Villaproviano, un pequeño
lugar al norte de la Tierra de Campos, cerca de Carrión de los Condes. Era un país llano, sin montes ni nieblas
románticas, solo tierras infinitas de cereal y cielo abierto, donde el sol castigaba en verano y el viento barría los
caminos el resto del año.
Hijo de campesinos humildes, Francisco creció entre los surcos y las norias, escuchando desde niño los relatos
que los arrieros traían de paso por Carrión: tierras más allá del mar, tan lejanas como fantásticas, donde se
hablaba de ríos con oro, ciudades de piedra, y hombres que, sin nombre en Castilla, volvían como señores.
El entorno de La Serna, Quintanilla de Onsoña, Villamorco o Gozón de Ucieza se quedaba pequeño para
Francisco.
En 1539, cuando apenas contaba veintidós años, dejó atrás su casa de adobe, su padre anciano y sus
hermanas, con la determinación secreta de no volver. Partió a pie hacia Sevilla, como tantos otros, para
embarcarse rumbo a Nueva España, 47 años después de que Colón pisara por primera vez el Nuevo Mundo y
poco más de tres décadas después de la partida de Pizarro hacia las tierras del sur.
La travesía en barco fue larga y hostil. Francisco, que no era soldado ni clérigo, viajó como uno más entre la
multitud de mozos de labor y aspirantes a fortuna. No buscaba oro, sino tierra, futuro, acaso dignidad.
Al llegar a Veracruz, lo sorprendió un mundo de luz distinta, donde las montañas no eran suaves como las de
Palencia, y el cielo parecía más próximo al suelo. En la Ciudad de México, asentada sobre las ruinas de
Tenochtitlan, encontró trabajo en las tierras de un encomendero. Aprendió a manejar bueyes y a sembrar maíz,
a convivir con indígenas que hablaban lenguas tan extrañas como él lo era para ellos. Nunca empuñó una
espada, pero supo abrirse paso con esfuerzo y cautela.
Con el tiempo, Francisco pidió tierras más al sur, en los márgenes de Oaxaca. Fundó una pequeña estancia y
tomó por compañera a una mujer indígena, de nombre Tequixquiapan, que los vecinos castellanizaron en
Teresa. Con ella tuvo dos hijos. Nunca se casaron formalmente, pero vivieron como matrimonio, compartiendo
mesa, trabajo y oración.
A diferencia de otros, Francisco no despreció lo que encontró. Había dejado atrás la piedra fría de Villaproviano
y encontró calor en la tierra roja de América. Su lengua se mezcló con otras; su fe, con los dioses antiguos que
aún habitaban los montes.
Años más tarde, dictó una carta al escribano del pueblo, dirigida a un sobrino en Carrión de los Condes,
pidiendo noticias. Supo entonces que su padre había muerto y que la vieja casa de la familia había pasado a
otras manos. Nada lo retenía ya al otro lado del mar.
Murió en 1583, rodeado de sus nietos, bajo la sombra de un árbol frondoso que en Castilla no crecía. Había
vivido más de sesenta años, y aunque nunca tuvo escudo, ni título, ni crónica, dejó su nombre grabado en un
registro polvoriento, en alguna partida de tierras y en los rezos de su descendencia.
En la nueva tierra que lo adoptó, Francisco de Lerones dejó atrás el polvo de la llanura castellana y se convirtió,
sin pretenderlo, en raíz de una nueva rama del mundo.
Los descendientes de Francisco Lerones contribuyeron a la edificación de la civilización hispánica.
Juan Carlos Pérez Elvira
MICRORRELATOS RAPOSOS ( I )
En mi pueblo las piedras eran muy importantes. Las usábamos para casi todo. Hasta que lasprohibieron.Teníamos una piedra en la puerta de la panera para mantenerla abierta y que entrase el aire.Otra metida en la gatera desde que mi abuela vio al gato de la Dominica salir con una sardinaentre sus fauces. Mi abuelo había puesto piedras también en varios puntos del tejado, porquecuando pegaba el Cierzo se movían hasta las campanas de la iglesia. Las piedras calzabanmesas y hacían las veces de martillo improvisado. En las eras sujetaban lonas y cortaban lamies con los trillos.Los chicos las usábamos para dibujar la rayuela y para nuestros tirachinas. Lascoleccionábamos, las pintábamos y hacíamos concursos de ranas en el río.Mi bisabuelo Rodrigo, sin embargo, odiaba las piedras. Él bien sabía que avanzar con el aradoera una tarea ardua para la mula en aquellos campos sembrados de guijarros. Había tierrasyermas porque casi solo había cantos. Las semillas buscaban su camino a la luz pero perecíanen el pedregal.Luego pasó lo de Calista.Decían las malas lenguas que se había quedado embarazada de un pastor que pasó un día porel pueblo. No se hablaba de otra cosa. Ella se afanaba en ponerse ropa holgada para que no senotase nada, pero las mujeres del pueblo lo sabían. El cura no paraba de hablar en sussermones de virtud y de pureza. Todos miraban a Calista. Sus padres ya no iban a misa.Un día se cargó el vestido de piedras y se echó al río para ahogarse. Nadie la volvió a ver jamás.El alcalde Eutimio prohibió las piedras en el pueblo por la conmoción en que quedó laparroquia.Ahora, el gato entraba en el patio como Pedro por su casa y la puerta de la panera estabasiempre cerrada. El calor dentro era sofocante. Las tejas volaban cuando arreciaba el aire yhasta los chiquillos tuvimos que cambiar de juegos y jugábamos al escondite y a pillar, oandábamos en bici.Pero las piedras de los campos eran tozudas y no sabían leer edictos. Trabajar la tierra seguíarompiendo la espalda a nuestros padres y madres. Además Calista todavía no ha aparecido.Dicen que en la zona donde desapareció salió una montañita de piedras. Bueno, en realidaddos.Su padre las retiró enseguida.Las piedras no estaban permitidas en el pueblo.
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2º PREMIO
LA ORILLA
Una mujer pasea por la orilla del mar; la mirada fija en la arena húmeda. Sus ojos
han tomado el mando y escrutan minuciosamente todo aquello que encuentran a su paso. A
ella le asombra ese extraño poder de observación del que nunca antes gozó.
Algas solitarias, que vivieron siempre desarraigadas, acabando su existencia en una
playa cualquiera.
Bolas de Neptuno que su pie descalzo empuja suavemente para hacerlas rodar; son
restos de posidonias que antaño, mecidas por la corriente, danzaban hermosas en las verdes
praderas del fondo mediterráneo y que, el paso del tiempo y la erosión, han convertido en
humildes formas redondeadas, de un marón mortecino.
Las pulgas de mar saltan a su paso, huyendo precipitadamente del daño que ella
puede infligirles. Son demasiado frágiles e insignificantes.
Fragmentos de conchas de filos cortantes; pequeños corazones nacarados, rotos en
pedazos, que esperan pacientes a que el tiempo los trasforme en brillante polvo.
La espuma acaricia sus tobillos. La arena parece tener vida: respira a través de
diminutos agujeros por los que se escapan fugaces burbujas de aire; se mueve con
delicadeza bajo sus pies y, de pronto, escapa rauda, tirando de ellos, empeñada en
arrastrarla consigo hacia el azul.
Multitud de huellas van y vienen; efímeros tatuajes de seres que por allí transitaron:
huellas de gaviotas, pequeñas flechas que parecen indicarle que vuelva atrás; huellas
profundas de pies grandes y fuertes que marchan seguros por la vida; diminutas huellas de
niños que apenas empiezan su incierto camino; huellas de pies rectos, bellos; otras de pies
deformados y dolientes.
Hoy el mar le ha hablado a través de sutiles señales. Esta noche él habrá devorado
todas esas marcas de la orilla. Y también habrá lamido las huellas que la mujer dejó en un
recorrido, sólo de ida, hacia la ansiada paz de las profundidades.
Esther García García
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3º PREMIO
PENSAR
Yo lo veo de esta manera. No hay nada de malo en ello. Me he acostumbrado a hacerlo así.
Hasta ahora nadie se ha quejado, aunque eso, la verdad, tampoco es que me importe demasiado.
Pienso tres veces a la semana, solamente tres, tres en siete días. El resto del tiempo soy como
un poste de luz o una piedra. En esos holgados momentos, minutos, horas, días, procuro no
moverme si no es del todo necesario. Comer, como, y beber también. Como cuando tengo
hambre y bebo cuando tengo sed. Duermo mucho. Guardo todas las fuerzas que puedo. Ya lo
decía mi madre, se me da bien estar en el mundo por estar. No tengo ninguna ambición, nunca
sueño y tampoco me preocupan los demás. Bastante nervioso estoy a la espera de que llegue
uno de esos tres momentos en los que fuera de mí, me detengo de pronto, ya sea en casa, en la
calle o en cualquier otro lugar, y entonces sucede, ya está, me pongo a pensar. Por suerte no
dura mucho, apenas un instante, pero a pesar de ello, el esfuerzo es inmenso, tanto que, a veces,
me digo que tal vez debiera de reducir a dos o incluso a un día esos ajetreados y febriles
episodios. Pensar no es tan fácil como parece. No basta con decir voy a pensar ahora mismo, o
me apetece pensar un poquito. Pensar lleva su tiempo. Yo suelo tardar de unos veinte a treinta
minutos en decidirme. Siempre antes de pensar tengo que pensar en lo que voy a pensar. Al
final pienso, no sé, en cosas normales, lo que todo el mundo, que si mira qué bonita falda lleva
esa chica, que si hoy parece que va a llover, que si hay que ver lo cara que se ha puesto la
comida… pensar es, sin duda, de las cosas más estresantes que he hecho en mi vida. Es tan
cansado que me veo obligado a espaciarlo en el tiempo. Imposible pensar dos días seguidos y
aún menos hacerlo el mismo día dos veces. La fuerza de la costumbre me ha otorgado una
rutina adecuada. Lo mejor es pensar el lunes, el miércoles y el viernes. Siempre he sabido que
el hecho de que yo posea la capacidad de pensar no me hace más humano que aquellos que no
la tienen. Pensar es definitivamente un fastidio, me indigna, me molesta, me deforma el
rostro…
David Argüelles Redondo












