Las cigüeñas
siempre gozaron de un cierto cariño para los más pequeños de la casa; y, en
especial los cigoñinos, sus crías cuando, apenas unos polluelos, comenzaban a
asomar sus cabecillas desde el nido, hacia el precipicio que observaban allá
abajo desde la parte más alta de la torre de la iglesia, donde sus progenitores
habían construido su nido.
Y para
nosotros, los chavales del pueblo eran también unos habitantes del territorio
que nos llamaban poderosamente la atención y a los que siempre admirábamos y
tratábamos, aun en la distancia, con un cierto cariño; porque formaban, y
siguen haciéndolo hoy en infinidad de lugares, parte inseparable del paisaje a
nuestro alrededor.
Y,
particularmente, en los pequeños pueblos, donde siempre a estas grandes aves se
las percibe más cercanas, pues su ubicación se la distingue pronto desde
cualquier punto, y porque el sonido tan característico que emiten, ese
castañeteo tan peculiar cuando hacen frotar o entrechocar sus picos con acusada
insistencia a modo de saludo, cuando se encuentran en el nido o como parada
nupcial, se escuchan desde cada uno de los rincones del pueblo.
Nosotros,
los chavales, las seguíamos de continuo en su evolución, desde que a primeros
de febrero llegaba la pareja de cigüeñas y se aposentaban en la torre de la
iglesia, las posteriores evoluciones sobre el cielo del pueblo en interminables
vuelos de ida y vuelta en la ampliación del nido que ya encontraban hecho en
gran parte, hasta que sus crías, cuando adultas, después de varios días de ejercicios
y prácticas de alto riesgo en aquellas alturas aprendiendo a volar, llegaba un
día en el que, de pronto, habían desaparecido ya del nido. Y muchos
de nosotros nos quedábamos sorprendidos en extremo por la hazaña lograda por
tales aves.
Y cómo no,
de estas grandes aves nos llamaba especialmente la atención ese sonido tan
característico de sus picos, esa especie de tableteo casi continuado –luego, a
través de nuestra maestra supimos que se llamaba crotoreo-, y que nosotros
decíamos que ya estaban las cigüeñas “machacando el ajo”; porque se parecía
mucho al sonido que en la casa escuchábamos cuando nuestras madres machacaban
el ajo con el mortero para las comidas.
En aquel
entonces, cuando chavales, nos surgían también infinidad de preguntas a este
respecto; que iban desde que si sería la misma pareja de cigüeñas la que
llegaba al pueblo cada año; que cómo serían capaces de haber construido aquella
mole de nido, palo a palo, rama a rama; que si no pasarían frío allá arriba sin
ningún abrigo natural. Y hacíamos apuestas sobre en qué fecha se
marcharían del pueblo aquel año las cigüeñas, si aún no habían comenzado los
grandes fríos y la temperatura era todavía asequible.
Y luego, nos
llamaba la atención también la forma que tenían de alimentar a sus crías, aparte
de la gran cantidad de viajes que debían realizar al cabo de los días hasta los
lugares donde conseguían la comida, turnándose en esos vuelos para las
provisiones tanto el macho como la hembra, que se nos antojaba que lo hacían
equitativamente; aunque nuestras discusiones teníamos al respecto sobre cuál de
ellas había abandonado el nido más veces en la mañana o en la tarde,
dependiendo del momento de la observación.
Javier Terán.
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