sábado, 9 de agosto de 2025

MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( II )


MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( I )

MICRORRELATOS RAPOSOS 2025. ( III )

                                                             El baúl de los recuerdos

Sucedió una tarde calurosa, una de esas tardes castellanas cuando la sequedad de la meseta se

muestra en toda su crudeza.

Ella esperaba con impaciencia una llamada a su móvil. Mientras esperaba escuchaba música,

elegía la música que la hacía sentir tranquila y confiada pero que aquella tarde parecía no

cumplir ese objetivo.

El verano es una etapa difícil, pensó Mariana. Le faltaban sus amigos que estaban de viaje

disfrutando sus vacaciones; ella no había podido viajar aquel verano por la muerte reciente de

su padre, traidora primavera había dicho en voz muy baja, mientras acariciaba las manos de su

padre; nada podía llenar ese hueco que él había dejado. Miraba las plantas casi secas, le

habían faltado fuerza y ganas para regarlas. Soledad era la palabra que se clavaba en su

mente. Recordaba a su madre que también se había ido hacía un largo tiempo y a sus

hermanos que habían decidido buscar trabajo lejos de su tierra.

Ella estaba allí sentada en su mecedora dejando pasar el tiempo y quizá esperando que

pudiera suceder algo, algo que trajera lo que la gente decimos ganas de vivir.

Sonó el teléfono. Una voz ronca le preguntó si había recibido una comunicación en su correo,

era importante que lo confirmara; había que entregar un documento que seguramente ella

ignoraba, ya que no estaba al corriente de los asuntos de su padre.

-Localice el documento con las claves que le envío a su correo, y llámenos de nuevo.

Mariana pensó enseguida que el documento podía encontrarlo en el desván donde su padre

tenía muchas carpetas que había ido acumulando a lo largo de los años; ella no frecuentaba

ese espacio pues solo se desplazaba desde Madrid donde trabajaba para pasar unos días con

él.

En el desván Mariana encontró el documento que le habían pedido y , lo más importante,

encontró sus recuerdos; abrió un baúl lleno de cartas de toda la familia, objetos entrañables

que la hicieron emocionarse, entre ellos una muñeca que había pertenecido a su madre y que

en sus cortas visitas a su familia no había vuelto a ver. Pasó largo tiempo en el desván y cuando

cerró la puerta con llave se despidió de sus recuerdos, pero esta vez sabía que volvería pronto

y que siempre la estaría esperando el desván.

Margarita Alonso García-Amilivia



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ALFA CENTAURI

Llevo dos días sin salir de casa, sin ganas de nada. En el aire, junto al polvo suspendido, flotan estancados

mis pensamientos. No me apetece abrir la puerta a la educadora social que me visita cada semana. La

tristeza se ha adueñado de mí empapándome como la persistente llovizna tras la ventana. No tengo fuerzas,

parece que llevo una losa colgada del alma. Los recuerdos raspan por dentro. Fui famoso en los años

noventa, la gente repetía mis frases como mantras absurdos, trasnochaba para verme en televisión. Ahora

soy una caricatura desdibujada que intenta proyectarse en redes sociales. Pocos me recuerdan, y si lo hacen,

es para burlarse. Aunque siempre se rieron de mí. Yo era el tonto del pueblo catódico, un bufón mediático.

Mientras otros ganaban dinero, yo me hundía.

Nunca llegaron las naves desde Alfa Centauri. Estaba convencido de que vendrían. Estaban a solo

1,34 parsecs. Con sus motores de curvatura impulsados por iones podrían haber llegado en un par de meses.

Eso me dijeron, ese fue el mensaje que capté con mi equipo de radioaficionado. Así lo conté a aquel

reportero tan majo. Yo hablaba con el corazón en la mano; él escuchaba con el interés de quien ha

encontrado un filón de audiencia.

Escucho, amortiguada por la puerta, la voz de Sara, la educadora. Su tono es dulce, cálido, casi

familiar. No tengo ganas de verla ni de fingir que todo va bien. “Vuelve mañana”, digo, acercándome a la

puerta sin esperar respuesta. Me hundo de nuevo en el sofá, como un náufrago en una balsa tejida con

desesperanza y resignación.

La primera vez en un plató fue deslumbrante, y no solo por la luz. Las cámaras, los focos, los

cables, los operarios… todo emitía vida y posibilidades. Quizá fue culpa de las pastillas que me recetó aquel

psiquiatra engreído: esa medicación acabó con mi lucidez, con la intuición que desbordaba mi mente y me

hacía sentir especial.

Por un momento, me arrepiento de no haber abierto a Sara. A veces me entiende. Otras me riñe

como si fuera su hijo, aunque le doblo la edad. Pero al menos me escucha, y eso ya es más de lo que hace

el resto del mundo.

¿Por qué no llegaron las naves? ¿Qué hice mal? Lo mismo el psiquiatra tenía razón y todo fue un

delirio mesiánico. Quizá solo era estática, y yo puse orden donde solo había interferencias, como quien ve

figuras en las nubes.

Recibo un mensaje: “Hola. Me llamo David, soy periodista. Preparo un reportaje sobre los

excesos de la telebasura de los noventa. Me gustaría contar tu historia. Mostrar tu lado humano. No será

sensacionalismo. Te lo prometo”. No sé si quiero que cuenten mi historia. Saldrá todo: también los ingresos

psiquiátricos. Aunque quizá podría aclarar ciertas cosas… pero ¿a quién le importa?

Llaman de nuevo al portero automático. Abro. No sé por qué lo hago. Posiblemente porque me

interesa saber qué opina Sara del periodista. También porque ya estoy harto de la soledad.

Sara me observa con esa mezcla de ternura y protocolo que tienen los profesionales. Sonríe. Su

mirada transmite alivio. “Necesitas una ducha”, dice con toda la amabilidad que permite una frase así. Mira

de reojo el desorden, pero esta vez no insiste. Quizá ya ha comprendido que el caos también forma parte

del paisaje de mi alma. Hablamos del periodista. Luego su atención se posa en mi antiguo equipo de

radioaficionado. Lo encendemos. Sorprendentemente, aún funciona. La estática inunda la sala. Sintonizo,

sin pensar, la frecuencia de siempre. Y entonces oímos un mensaje: “Debido a la suspensión del programa

de exploración espacial, posponemos nuestra visita a la Tierra.” La voz es clara, metálica, grave,

inquietante. Sara se queda helada. Dice que se tiene que ir. Tras un silencio, murmura: “Esto es cosa de

algún bromista.” No sé si intenta calmarme o calmarse. Baja las escaleras hablando por teléfono. La oigo

pedir cita con su terapeuta.

Vuelvo a quedarme solo. Esta vez, la soledad está mitigada. No sé si estoy compartiendo un

síntoma, o soy testigo de la mayor noticia del planeta.


Luis Rodríguez Sanz



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El cuquero y nosotros los chavales

-¡Mamá!, ¡mamá!, que ya ha llegado el cuquero al pueblo, que ya está en la plaza.

-¡Corre mamá!, que estoy muy nervioso. Dame aquella propina especial que me prometiste si me

portaba bien en la escuela y estudiaba mucho. Que he quedado con mis amigos ahora mismo para

ir rápidos a la plaza y comprar muchas chuches. ¡Corre mamá!, que ya llego tarde y se me está

haciendo la boca agua… Y no te preocupes, mamá, que te traeré unos dulces para ti.

Y tras, seguro, un parecido corto diálogo en el resto de casas mientras de prisa y corriendo

depositábamos un ligero beso en la mejilla de nuestras madres, allá que nos íbamos a toda prisa

los chavales, hasta la plaza del pueblo, en una carrera sin frenos, tratando de llegar los primeros.

Porque allí nos esperaba el puesto del cuquero, que había extendido hábilmente su mercancía de

todo tipo de dulces a lo largo de aquella gran mesa que hacía nuestras delicias durante la fiesta.

Porque a nosotros se nos iban los ojos ante tanta variedad de golosinas como teníamos frente por

frente. Y, por momentos, hasta se nos hacía un tanto difícil el poder elegir de entrada varias de

ellas para acallar las ansias de dulces que nada más ver aparecer en la plaza al cuquero, se habían

apoderado de nosotros.

Del primer golpe, llenábamos uno de los bolsillos del pantalón de dulces y nos íbamos hasta la era

junto a la carretera para disputar un pequeño partido de fútbol. Y allí, entre patada y patada al

balón, dulce que llegaba hasta nuestra boca. Que recibía agradecida el regalo y cuyo elixir parecía

darnos un vigor extra para no cansarnos durante el juego.

Pero al rato notábamos que por mucho que rebuscásemos en el bolsillo de nuestro pantalón el

pequeño depósito de golosinas se había agotado; por lo que de pronto sentíamos que el cansancio

físico se estaba apoderando de nosotros. Y de común acuerdo decidíamos finalizar el partido de

fútbol, tuviese éste el resultado que fuese, y encaminar nuestros pasos de nuevo hasta el puesto del

cuquero para tratar de proveernos de otro pequeño cargamento de dulces, previo cotejo del dinero

que aún nos quedaba en el otro bolsillo del pantalón.

Hacíamos nuestros cálculos a grandes rasgos y, aunque todavía quedase la tarde por el medio,

entendíamos que a aquella hora del mediodía aún podíamos aprovisionarnos de algunos dulces

más. Y así lo hacíamos sin mayor pensamiento. Además, como era el día de la fiesta, siempre

ocurría que los tíos y otros familiares más cercanos se mostraban generosos con nosotros y nos

dotaban de una propina especial. Que, una vez en nuestras manos, bien sabríamos nosotros en qué

emplearla.

A aquella corta edad que disfrutábamos, durante el día de fiesta en el pueblo nuestra máxima

diversión era estar siempre próximos al puesto del cuquero en su ubicación en la plaza y, llegada

la tarde, corretear por entre las parejas que bailaban al aire libre al ritmo que iba marcando la

orquesta con su música.

Y eso sí, estar pendientes de que no faltase un dulce en nuestro bolsillo del pantalón; que ya

sabríamos nosotros dar buena cuenta de él.

Si el grupo de aquellos amigos de entonces nos juntásemos hoy por unos instantes, hasta

podríamos traer al presente el recuerdo del rostro de aquel cuquero que, cada fiesta, acudía presto

con su especial cargamento de dulces a nuestro pueblo para hacer las delicias sobre todo de los

más pequeños; que éramos nosotros: los chavales y chavalas de Velillas del Duque.


José Javier Terán Díez



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Gatos

(Un gato es un corazón envuelto en pelaje. Proverbio chino)

Los habitantes de mi pueblo se cuentan con los dedos de las manos. La

despoblación, el ciclo de la vida y la falta de oportunidades se los han ido llevando a casi

todos: unos a la ciudad, otros a la eternidad.

Casi de forma providencial, los pocos vecinos que se han quedado han

emprendido una lucha silenciosa para que mi pueblo sobreviva. Una dura y fervorosa

tarea que ellos mismos se han impuesto, como héroes sin capa luchando contra la

indiferencia, sin duda, la peor de las calamidades.

Y así, cada día, sin estruendos ni altavoces, libran esa batalla a su manera para

que renazca de sus recuerdos y de sus ruinas. De su soledad, abandono, aislamiento y

vacío, obstáculos de esa vida cotidiana que prefieren olvidar para seguir adelante.

Aunque lo que nunca imaginaron los habitantes de mi pueblo es que la población

de gatos llegaría a triplicar a la de personas… Pero así ha sucedido.

Son gatos bonitos, de variados pelajes y con un lustre que corrobora que están

bien alimentados. Pero esos gatos, como todos los animales de compañía, necesitan

algo más que un saco de comida cada cierto tiempo y un hueco para entrar y salir de su

escondrijo, hasta ahora lo único que se les ha ofrecido. Los colocaron allí de la noche a

la mañana, o de la mañana a la noche, quién sabe. Quizá con el propósito de que se

cumpla el mandato bíblico de “creced y multiplicaos”.

Y como se los ha dejado a su albedrío, huérfanos de hogar y de ternura, su huella

deambula por las calles, las aceras o los accesos a sus deshabitadas casas.

La despoblación es una muerte agónica que lo cambia todo. Aquí, hasta el viejo

refrán de “somos cuatro gatos”, ha dejado de tener sentido. Las ironías del destino se

han ensañado a fondo con mi pueblo de una manera tan amarga, tan implacable que

ahora cuenta con más gatos que personas.


María Isabel Calle Montes



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Francisco de Lerones: partida sin regreso a Villaproviano


Francisco de Lerones, que realmente existió, nació en el año del Señor de 1517, en Villaproviano, un pequeño

lugar al norte de la Tierra de Campos, cerca de Carrión de los Condes. Era un país llano, sin montes ni nieblas

románticas, solo tierras infinitas de cereal y cielo abierto, donde el sol castigaba en verano y el viento barría los

caminos el resto del año.

Hijo de campesinos humildes, Francisco creció entre los surcos y las norias, escuchando desde niño los relatos

que los arrieros traían de paso por Carrión: tierras más allá del mar, tan lejanas como fantásticas, donde se

hablaba de ríos con oro, ciudades de piedra, y hombres que, sin nombre en Castilla, volvían como señores.

El entorno de La Serna, Quintanilla de Onsoña, Villamorco o Gozón de Ucieza se quedaba pequeño para

Francisco.

En 1539, cuando apenas contaba veintidós años, dejó atrás su casa de adobe, su padre anciano y sus

hermanas, con la determinación secreta de no volver. Partió a pie hacia Sevilla, como tantos otros, para

embarcarse rumbo a Nueva España, 47 años después de que Colón pisara por primera vez el Nuevo Mundo y

poco más de tres décadas después de la partida de Pizarro hacia las tierras del sur.

La travesía en barco fue larga y hostil. Francisco, que no era soldado ni clérigo, viajó como uno más entre la

multitud de mozos de labor y aspirantes a fortuna. No buscaba oro, sino tierra, futuro, acaso dignidad.

Al llegar a Veracruz, lo sorprendió un mundo de luz distinta, donde las montañas no eran suaves como las de

Palencia, y el cielo parecía más próximo al suelo. En la Ciudad de México, asentada sobre las ruinas de

Tenochtitlan, encontró trabajo en las tierras de un encomendero. Aprendió a manejar bueyes y a sembrar maíz,

a convivir con indígenas que hablaban lenguas tan extrañas como él lo era para ellos. Nunca empuñó una

espada, pero supo abrirse paso con esfuerzo y cautela.

Con el tiempo, Francisco pidió tierras más al sur, en los márgenes de Oaxaca. Fundó una pequeña estancia y

tomó por compañera a una mujer indígena, de nombre Tequixquiapan, que los vecinos castellanizaron en

Teresa. Con ella tuvo dos hijos. Nunca se casaron formalmente, pero vivieron como matrimonio, compartiendo

mesa, trabajo y oración.

A diferencia de otros, Francisco no despreció lo que encontró. Había dejado atrás la piedra fría de Villaproviano

y encontró calor en la tierra roja de América. Su lengua se mezcló con otras; su fe, con los dioses antiguos que

aún habitaban los montes.

Años más tarde, dictó una carta al escribano del pueblo, dirigida a un sobrino en Carrión de los Condes,

pidiendo noticias. Supo entonces que su padre había muerto y que la vieja casa de la familia había pasado a

otras manos. Nada lo retenía ya al otro lado del mar.

Murió en 1583, rodeado de sus nietos, bajo la sombra de un árbol frondoso que en Castilla no crecía. Había

vivido más de sesenta años, y aunque nunca tuvo escudo, ni título, ni crónica, dejó su nombre grabado en un

registro polvoriento, en alguna partida de tierras y en los rezos de su descendencia.

En la nueva tierra que lo adoptó, Francisco de Lerones dejó atrás el polvo de la llanura castellana y se convirtió,

sin pretenderlo, en raíz de una nueva rama del mundo.

Los descendientes de Francisco Lerones contribuyeron a la edificación de la civilización hispánica.


Juan Carlos Pérez Elvira









MICRORRELATOS RAPOSOS ( I )



 MICRORRELATOS RAPOSOS ( II )

MICRORRELATOS RAPOSOS ( III )








1º PREMIO

LAS PIEDRAS

En mi pueblo las piedras eran muy importantes. Las usábamos para casi todo. Hasta que las
prohibieron.
Teníamos una piedra en la puerta de la panera para mantenerla abierta y que entrase el aire.
Otra metida en la gatera desde que mi abuela vio al gato de la Dominica salir con una sardina
entre sus fauces. Mi abuelo había puesto piedras también en varios puntos del tejado, porque
cuando pegaba el Cierzo se movían hasta las campanas de la iglesia. Las piedras calzaban
mesas y hacían las veces de martillo improvisado. En las eras sujetaban lonas y cortaban la
mies con los trillos.
Los chicos las usábamos para dibujar la rayuela y para nuestros tirachinas. Las
coleccionábamos, las pintábamos y hacíamos concursos de ranas en el río.
Mi bisabuelo Rodrigo, sin embargo, odiaba las piedras. Él bien sabía que avanzar con el arado
era una tarea ardua para la mula en aquellos campos sembrados de guijarros. Había tierras
yermas porque casi solo había cantos. Las semillas buscaban su camino a la luz pero perecían
en el pedregal.
Luego pasó lo de Calista.
Decían las malas lenguas que se había quedado embarazada de un pastor que pasó un día por
el pueblo. No se hablaba de otra cosa. Ella se afanaba en ponerse ropa holgada para que no se
notase nada, pero las mujeres del pueblo lo sabían. El cura no paraba de hablar en sus
sermones de virtud y de pureza. Todos miraban a Calista. Sus padres ya no iban a misa.
Un día se cargó el vestido de piedras y se echó al río para ahogarse. Nadie la volvió a ver jamás.
El alcalde Eutimio prohibió las piedras en el pueblo por la conmoción en que quedó la
parroquia.
Ahora, el gato entraba en el patio como Pedro por su casa y la puerta de la panera estaba
siempre cerrada. El calor dentro era sofocante. Las tejas volaban cuando arreciaba el aire y
hasta los chiquillos tuvimos que cambiar de juegos y jugábamos al escondite y a pillar, o
andábamos en bici.
Pero las piedras de los campos eran tozudas y no sabían leer edictos. Trabajar la tierra seguía
rompiendo la espalda a nuestros padres y madres. Además Calista todavía no ha aparecido.
Dicen que en la zona donde desapareció salió una montañita de piedras. Bueno, en realidad
dos.
Su padre las retiró enseguida.
Las piedras no estaban permitidas en el pueblo.

Aitor Salazar Calleja


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                                                                         2º PREMIO

LA ORILLA

Una mujer pasea por la orilla del mar; la mirada fija en la arena húmeda. Sus ojos

han tomado el mando y escrutan minuciosamente todo aquello que encuentran a su paso. A

ella le asombra ese extraño poder de observación del que nunca antes gozó.

Algas solitarias, que vivieron siempre desarraigadas, acabando su existencia en una

playa cualquiera.

Bolas de Neptuno que su pie descalzo empuja suavemente para hacerlas rodar; son

restos de posidonias que antaño, mecidas por la corriente, danzaban hermosas en las verdes

praderas del fondo mediterráneo y que, el paso del tiempo y la erosión, han convertido en

humildes formas redondeadas, de un marón mortecino.

Las pulgas de mar saltan a su paso, huyendo precipitadamente del daño que ella

puede infligirles. Son demasiado frágiles e insignificantes.

Fragmentos de conchas de filos cortantes; pequeños corazones nacarados, rotos en

pedazos, que esperan pacientes a que el tiempo los trasforme en brillante polvo.

La espuma acaricia sus tobillos. La arena parece tener vida: respira a través de

diminutos agujeros por los que se escapan fugaces burbujas de aire; se mueve con

delicadeza bajo sus pies y, de pronto, escapa rauda, tirando de ellos, empeñada en

arrastrarla consigo hacia el azul.

Multitud de huellas van y vienen; efímeros tatuajes de seres que por allí transitaron:

huellas de gaviotas, pequeñas flechas que parecen indicarle que vuelva atrás; huellas

profundas de pies grandes y fuertes que marchan seguros por la vida; diminutas huellas de

niños que apenas empiezan su incierto camino; huellas de pies rectos, bellos; otras de pies

deformados y dolientes.

Hoy el mar le ha hablado a través de sutiles señales. Esta noche él habrá devorado

todas esas marcas de la orilla. Y también habrá lamido las huellas que la mujer dejó en un

recorrido, sólo de ida, hacia la ansiada paz de las profundidades.


Esther García García



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3º PREMIO

PENSAR

Yo lo veo de esta manera. No hay nada de malo en ello. Me he acostumbrado a hacerlo así.

Hasta ahora nadie se ha quejado, aunque eso, la verdad, tampoco es que me importe demasiado.

Pienso tres veces a la semana, solamente tres, tres en siete días. El resto del tiempo soy como

un poste de luz o una piedra. En esos holgados momentos, minutos, horas, días, procuro no

moverme si no es del todo necesario. Comer, como, y beber también. Como cuando tengo

hambre y bebo cuando tengo sed. Duermo mucho. Guardo todas las fuerzas que puedo. Ya lo

decía mi madre, se me da bien estar en el mundo por estar. No tengo ninguna ambición, nunca

sueño y tampoco me preocupan los demás. Bastante nervioso estoy a la espera de que llegue

uno de esos tres momentos en los que fuera de mí, me detengo de pronto, ya sea en casa, en la

calle o en cualquier otro lugar, y entonces sucede, ya está, me pongo a pensar. Por suerte no

dura mucho, apenas un instante, pero a pesar de ello, el esfuerzo es inmenso, tanto que, a veces,

me digo que tal vez debiera de reducir a dos o incluso a un día esos ajetreados y febriles

episodios. Pensar no es tan fácil como parece. No basta con decir voy a pensar ahora mismo, o

me apetece pensar un poquito. Pensar lleva su tiempo. Yo suelo tardar de unos veinte a treinta

minutos en decidirme. Siempre antes de pensar tengo que pensar en lo que voy a pensar. Al

final pienso, no sé, en cosas normales, lo que todo el mundo, que si mira qué bonita falda lleva

esa chica, que si hoy parece que va a llover, que si hay que ver lo cara que se ha puesto la

comida… pensar es, sin duda, de las cosas más estresantes que he hecho en mi vida. Es tan

cansado que me veo obligado a espaciarlo en el tiempo. Imposible pensar dos días seguidos y

aún menos hacerlo el mismo día dos veces. La fuerza de la costumbre me ha otorgado una

rutina adecuada. Lo mejor es pensar el lunes, el miércoles y el viernes. Siempre he sabido que

el hecho de que yo posea la capacidad de pensar no me hace más humano que aquellos que no

la tienen. Pensar es definitivamente un fastidio, me indigna, me molesta, me deforma el

rostro…

David Argüelles Redondo