MICRORRELATOS RAPOSOS 2025 ( I )
MICRORRELATOS RAPOSOS 2025 ( II )
SENTIDOS
Cuando empezó a rellenar su mente en blanco y a recuperar sus sentidos
perdidos, el primero del que fue consciente fue la vista al distinguir una especie
de neblina a la que todavía no podía encontrar explicación pues su almacén de
recuerdos estaba momentáneamente vacío.
Le siguió después el olfato cuando una sensación nueva, rara, un tanto
desagradable le llevó a ponerse en alerta ya que le resultaba imposible de
reconocer en esos instantes pero que sin duda no podía anunciar nada bueno.
A esto le siguió la paradoja de reconocer por un lado un silencio total atenuado
por el sonido de una suave melodía que le resultaba tremendamente familiar y a
la vez le sugería una situación de bienestar y relajación que en otros momentos
había experimentado al escucharla.
Reconoció por el tacto de su piel que unos hilos de un líquido viscoso se
deslizaban desde su cabeza y recorrían las facciones de su cara bajando hasta su
boca que los percibió calientes con un sabor tirando a metálico y que reconocía
que había sentido en otras ocasiones.
A todo esto se le unía una fuerte presión en el pecho, casi dolor, que le
incomodaba en demasía y hacía difícil su respiración.
El tiempo iba pasando, la recuperación de su consciencia se aceleraba y la
memoria de sus recuerdos iba tomando su sitio, se iban conectando entre ellos,
se empezaban a entrelazar las piezas que individualmente se habían ido
presentando y en breve conformarían el cuadro final.
Empezó identificando la neblina como una mezcla de humo y vapor de agua, el
olor desagradable que percibió podía ser una mezcla de líquidos aceitosos
derramados, la melodía que seguía sonando era sin duda una de sus canciones
favoritas que tantas veces le había hecho feliz al escucharla y parecía venir del
equipo de sonido de su automóvil, los hilos de líquido viscoso con sabor
metálico que resbalaban desde su cabeza por toda su cara parecían responder a
su propia sangre y por último, la luz azulada intermitente que aparecía a lo lejos
y se iban acercando, sin duda alguna, se trataba de un vehículo de emergencia y
más concretamente de una patrulla de la guardia civil.
De golpe, tuvo conocimiento absoluto de sí mismo, su cerebro unió todas las
piezas y le presentó el resultado final.
Había sufrido un accidente con su coche..., pero podía contarlo.
Carmelo J. Calle Montes
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Ruido
El primer podcast del día comenzaba antes de que sus pies tocaran el suelo. La voz de una experta en salud llenaba el baño
mientras se duchaba, solapándose con un vídeo que veía mientras se vestía. En el desayuno, las noticias de fondo, y el
trayecto al trabajo, una inmersión en su lista de reproducción, diseñada por un algoritmo para mantener su pulso
acelerado. Paz no caminaba por la calle: deambulaba.
Su vida era un flujo incesante de contenido. Los silencios le provocaban una extraña ansiedad, un vacío que se apresuraba a
llenar con audios de WhatsApp, podcasts, música... El mundo real, con sus matices y sus pausas, era solo el escenario mudo
donde se proyectaba su cacofonía digital.
Oía pero no escuchaba. Mientras toda esa información atronaba sus neuronas, sus pensamientos se amontonaban
desorganizadamente: Tengo que dar de comer al gato, ¡oh no! ¡El informe trimestral!. No he contestado al audio de María,
luego lo hago… Comprar mayonesa, que no se me olvide. La verdad es que debería hacer caso a este dolor de cabeza que
tengo. Hoy veré el último capítulo de Stark. ¡Mamá! ¡Voy a llamarla ahora mismo!
Pero la vida se adelantó. Una llamada rompió su burbuja. Su madre, que vivía en el pueblo, se había roto la cadera. No
había opción. Hizo una maleta a toda prisa, descargó horas de contenido para el viaje y se lanzó a la carretera. La cobertura
de su móvil murió a mitad de camino, dejando desaparecer las rayas como luces que se alejan en una ciudad. Cuando
reparó en esto sintió mucha incomodidad. Nada podía hacer, pero al menos tenía contenido descargado.
Llegó al pueblo de noche. Un manto oscuro y una quietud casi agresiva la recibieron. Tras instalarse en la vieja casa familiar
y asegurarse de que su madre estaba bien en el hospital, se sentó en el porche. El instinto la llevó al bolsillo, pero solo
encontró el rectángulo inerte de su teléfono.
Era incómodo. El silencio parecía gritar. Poco a poco, sus oídos, atrofiados por el matrix digital, comenzaron a despertar.
Primero distinguió un sonido que reconocía. Era el río. No el sonido genérico de "agua corriendo" de una app de
meditación, sino el murmullo particular de ese río, “su río”, aquel en el que disfrutó tanto de niña. Luego, una brisa se
levantó, y con ella llegó un siseo suave, rítmico. El cierzo - pensó mientras rememoraba los momentos más felices de su
infancia. El cierzo movía los campos de trigo, provocando una melodía todavía más rítmica en su nueva “lista de
reproducción”.
Era el sonido de la tierra respirando.
Pasó los días siguientes así. Cuidaba de su madre, paseaba por el río y se sentaba a la sombra del manzano. Escuchaba.
Escuchaba el zumbido de las abejas, el crujido de la grava bajo sus pies, el eco de sus propios pensamientos, claros y nítidos
por primera vez, sin ser interrumpidos.
Descubrió que el silencio no era la ausencia de sonido, sino la presencia de todo lo demás. Era el lienzo sobre el que la vida
pintaba su sinfonía. Se dio cuenta de que su existencia había sido una huida constante, un intento desesperado de llenar
cada grieta de su conciencia con ruido ajeno para no tener que enfrentarse al propio.
Una tarde, la cobertura volvió al pueblo. Cientos de notificaciones inundaron la pantalla. Sintió una punzada de la vieja
ansiedad, pero esta vez era diferente. Era rechazo. Apagó los datos y el wifi. Por primera vez en años, el único ruido que
quería escuchar era el de la vida, fluyendo, sin pausas ni botones de skip. Y era maravillosa.
Inmersa en su nueva melodía vital, se sorprendió con el rugido del viejo portón del patio al abrirse. Era su hermano. No
venía solo. Empujando lentamente una silla de ruedas a través del umbral, apareció su madre con una sonrisa en la cara. Su
cadera se había recuperado mucho mejor de lo que cualquier médico pudiera imaginar. Con el alta en la mano y un impulso
por levantarse de la silla, su madre extendió los brazos para abrazar a Paz y con una voz que solo transmitía amor le dijo:
- Gracias por volver a escuchar.
Ana Belén Castrillo Gutiérrez
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NAUFRAGIO 2 de Diciembre de 1947
Soy Lucía Pereira, tengo 25 años y soy madre de dos niños, Manuel de tres años y Joaquín de
uno.
El día 2 de diciembre mi vida cambió para siempre, el amor de mi vida, Manuel, me fue
arrebatado sin compasión.
Aquel 1 de diciembre nació nublado, frío y sombrío, no llovía, ni hacía viento, pero un ambiente
pesado lo envolvía todo. Comenzaron a llegar los arrastreros, cogí a los niños y como cada día
que el tiempo lo permitía corrimos a la playa para recibir a Manuel, su cara agotada tras una
noche larga en el mar se iluminaba al vernos en la orilla, Manuel, ajeno el frío, corría hacia su
padre que lo alzaba al aire como el que levanta una pluma, mientras, Joaquín, se movía
nervioso en mis brazos alzando sus manitas ansioso de que su padre lo alzara también a él, y
así ajenos a todos nos fundimos en un abrazo cálido en el que desaparecieron el frío de la
noche y el miedo a no volver.
La pesca había sido escasa y no daba para mucho, los capitanes no podían más que repartir lo
conseguido, volvimos a casa, aticé la lumbre, preparé un almuerzo y Manuel agotado se dejó
caer en nuestra cama, los niños se unieron a él y los tres abrazados se quedaron dormidos, no
podía sentirme más feliz, una calma dulce lo inundaba todo.
A media tarde llamaron a la puerta, un escalofrío recorrió mi espalda, el capitán había decidido
partir de nuevo, había llegado un arrastrero cargado de sardinas y tenían que aprovechar.
Manuel me miró resignado, el espectro del hambre vencía al cansancio y el miedo de partir,
aunque hacía buena tarde había presagios de tormenta y algo en mi interior me inquietaba
más de lo habitual.
Poco a poco los arrastreros fueron partiendo, Manuel se despidió de los niños que jugaban en
la arena, me abrazó con fuerza en un intento por tranquilizarme
- No te preocupes mujer, mañana por la mañana estaré de vuelta con las bodegas llenas, y me
dio un último abrazo que guardo en mi corazón.
La tarde fue cambiando, el viento frío giró al nordeste, nubes cargadas de lluvia cubrían el cielo,
cayó la noche, oscura, sin luna, el mar rugía y las olas se elevaban como montañas, nada bueno
podía acompañar esto…. Miré por la ventana con la esperanza de que nada malo ocurriera,
aunque en mi interior sentía un miedo aterrador. Nerviosa, escuché gente corriendo por la
calle, mujeres, viejos y niños de un lado a otro, llantos…
Tapé a Joaquín con el arropo de su padre y agarré con fuerza a Manuel
- Vamos hijo no sueltes de mi mano,
Corriendo nos dirigimos al pantalán, la gente se agolpaba, sólo se veía el mar embravecido y la
espuma que provocan las olas. Comienzan a llegar los primeros arrastreros con mucha
dificultad, las noticias no eran buenas, y en ese instante siento que algo se rompe dentro de
mí. Tengo la certeza de que Manuel no va a volver.
Paralizada, veo como el caos se apodera todo, un ambiente pesado, inunda la playa y el
pantalán, aparecen los primeros cuerpos…. Los restos de lo que antes fueron barcos…. Los
restos de los que fueron nuestros hombres… Manuel no va a volver.
Esther Ballesteros Gozalo
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El hombre de la gabardina
Después de dar un sorbo a su café solo, Mario se dispuso a hojear el periódico que el anterior cliente había dejado
abandonado en la barra, junto con su respectiva taza vacía. Estaba abierto en la sección de sucesos, tal y como
estarían esa mañana todos los demás en la ciudad. Habían detenido al culpable del asesinato del mes anterior.
Según la entrevista al inspector de policía, habían encontrado la navaja que usó a unos 3 km río abajo de donde
aparecieron los cuerpos de esos dos niños, a los que habrían de sumarse otros cuatro, ya que este ya era el tercer
caso de esta misma naturaleza. Las huellas que encontraron pertenecían a un tal Emilio Rodríguez, un conductor de
autobús que residía en un barrio del extrarradio, que ya tenía asignado abogado de oficio.
Las típicas alegaciones lacrimógenas de inocencia de dicho sujeto y una foto de la detención completaban la noticia,
que Mario ni se molestó en mirar. En su lugar, sacó de su mochila una manzana, la cual se disponía a morder, cuando
cruzó la puerta un hombre ataviado con una gabardina gris, con las manos en los bolsillos. Se sentó al lado de Mario,
y sacó del bolsillo derecho la mano enfundada en un guante negro para señalar al periódico que Mario tenía entre
las manos, mientras pedía un café largo.
—Bueno, parece que ya han encontrado a ese cabrón —dijo con voz tranquila—. Ya era hora. Parece ser que la
policía se ha tomado su tiempo.
—Sí, pues este es el tercero que pillan en lo que llevamos de año —respondió Mario, con una mueca de sarcasmo—.
Es que ya no te puedes fiar de nadie.
—No, está visto que no —dejó su vaso de café en la barra y alargó la mano a Mario —. Soy Diego, por cierto.
—Un placer, Diego. Oye, perdona una pregunta, ¿no tienes calor con esa gabardina y los guantes? Estamos casi en
Junio.
—Ya, la verdad es que vengo de un clima un poco más cálido, y todavía me estoy acostumbrando a este —respondió.
Entonces, sacó su mano izquierda desnuda de la gabardina, y se quitó el guante, mostrando un vendaje blanco que
cubría toda la palma, y añadió—: Lo del guante es por esto. Se me cayó aceite hirviendo de la sartén, y tengo que
llevar estas vendas durante una semana. El guante me ayuda a rozar menos la mano cuando cojo algo.
—Uf, ya lo siento, las quemaduras son complicadas de curar —respondió mientras sacaba la manzana que se había
guardado—. Justo me has pillado cuando iba a almorzar.
—Ah, pues adelante —metió la mano de nuevo en su bolsillo derecho, sacando una navaja pequeña—. Ten, te será
más cómodo. Y de paso, te pediría un trozo, me vendrá bien con el café.
Mario cortó la manzana en cuatro trozos, y mientras le tendía uno a su compañero de barra, hizo una seña al
camarero para pagar el café, al mismo tiempo que le devolvía la navaja a su compañero, que guardó de nuevo en el
bolsillo derecho.
—Bueno, me gustaría quedarme, pero tengo que estar de vuelta en mi oficina en cinco minutos. Gracias por el trozo.
—No hay de qué —respondió Mario—. Ya nos veremos más por aquí.
Mario hoy no tenía prisa, así que permaneció tranquilo terminándose su taza, mientras veía a su compañero
perderse entre la gente que pasaba por enfrente del ventanal del bar. En ese momento, uno de los encargados que
estaba descargando en el almacén, salió a la barra.
—Veo que ya ha conocido a ese individuo —afirmó mientras abría un botellín de cerveza—. Es un tipo algo extraño.
Coincido con él en el restaurante de ese hotel nuevo que han abierto al final de la calle, porque descargo allí a
primera hora. Como se aloja en el hotel, come allí casi todos los días. Todo el tiempo se quejaba de lo cara que era la
pensión completa, y de que menos mal que se iba mañana de aquí.
Tras decir esto, cogió el carro de ruedas que había traído, y volvió a la parte de atrás, añadiendo entre risas:
—Tendría que haber visto la cara del camarero cuando le pidió un rollo de vendas.
Carlos Calle del Río
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LA HERENCIA
Como cabía de esperar, llegó el día en el que al abuelo se le acabó la vida.
Después de casi cien años, cansado ya de aguantar achaques y males, por otra parte propios de tanta edad, el abuelo dejó de aguantar, como él solía decir, tanto cambio y tantas tonterías en aras del progreso.
Era el padre de familia, pero todos le llamaban el abuelo. A casa llegaron todos los hijos y nietos, avisados por Andrés, el hijo con quien había compartido casi toda su vida, pues su esposa, la abuela Sofía, había fallecido hace muchos años, al poco de nacer Andrés, el pequeño.
Pasados los duelos y el funeral, multitudinario porque el señor Benito era un hombre muy querido en el pueblo y en la comarca, llegó el momento de hablar de la herencia. Como es habitual en estos casos, hubo sus discrepancias pues cada hijo tenía una opinión distinta de los demás.
Antonio, el mayor y el que más había progresado en la vida sostenía que lo mejor era venderlo todo y dejarlo liquidado, probablemente por su deseo de olvidarse del pueblo y seguir con su espléndida vida.
Marisa opinaba lo mismo, aunque su situación tampoco necesitaba ningún aporte económico, pues estaba casada con un empresario bien situado.
Y a Beatriz, todo le daba igual, soltera, siempre había vivido independiente y muy desligada de la familia.
Solamente Andrés quería mantener las tierras y el caserón donde habían vivido y trabajado siempre y que guardaban tantos recuerdos de una vida dura y sacrificada . Al final prevaleció el criterio de Antonio y Marisa y se deshicieron de todo lo material, vendiéndolo y repartiendo el dinero obtenido.
Pero la mejor parte se la llevó Andrés que siempre había vivido y trabajado con el abuelo; se llevó todos los recuerdos y consejos que a sus hermanos no les servían de nada, pero a él le ayudarían a seguir viviendo. Se quedó con los refranes y las historias que el abuelo le contaba y se quedó con el apodo con el que el abuelo era conocido : “El tranquilo”.
Luis Enrique Pozo Calle
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Y… ¿por qué…?
Salimos a pasear como el día anterior, aunque por diferente camino. Esta vez,
quería que mi hijo viese unos árboles que plantó su abuelo, en la lindera de una pequeña
tierra que tenía junto al río.
Íbamos hablando. A Pablo todo le llamaba la atención; el camino lleno de
piedras, los pardales que revoloteaban a nuestro lado y hasta una mariposa que quería
posarse en su jersey. Mi niño… ¡era tan pequeño!
Pasamos junto al cementerio del pueblo, que estaba al lado del camino. Me
preguntó qué era aquello, le dije que allí estaban las personas del pueblo que ya habían
fallecido. Se quedó mirando a través de las puertas enrejadas. Después de algún minuto,
dijo: pero… ¿dónde están los muertos? ¿No dices que están en el cementerio?
Sí, ahí están, respondí yo.
No veo ninguno, papá, volvió a decir Pablo con una expresión digna de ser
fotografiada para no perder la instantánea de la candidez.
Entonces le relaté como pude lo que hacen los mayores cuando alguien muere.
Me miraba estático, sin pestañear.
Cuando terminé de hablar, él seguía callado, así permaneció unos instantes.
De pronto, como si alguien le estuviera dictando, me dijo: No entiendo muy
bien, papá, por qué los tapan y por qué a algunos los queman. ¿Es un pecado morirse?
Si no es un pecado… ¿por qué los castigan?
Yo me quedé mirando, ordenando mis ideas para responder de alguna forma
convincente a mi hijo, pero antes de poder hacerlo, exclamó: ¡qué raros sois los
mayores! Y… siguió caminando en silencio.
Mª Consuelo Relea Bores
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