Hay un relato que, para quienes vivíamos
en aquellos años de cuando chavales en la Comarca con capitalidad natural en Saldaña, nos llenará siempre de recuerdos
el
corazón y los
sentimientos.
Porque hablar del Abagón, es decir el medio de transporte ágil y a pie de carretera que, viviendo pongamos en Velillas del Duque o
Quintanilla de Onsoña, te permitía comunicarte
cada día con pasmosa facilidad tanto con Saldaña y Guardo por el norte, como con Carrión y Palencia por el sur. En unos momentos,
además, en los que escaseaban muy mucho los coches particulares
en las familias.
En efecto,
porque el abagón era el coche de línea que, de manera regular, hacía la ruta provincial entre Aviñante de la Peña, en el norte de la provincia,
y la capital, pasando por un montón de localidades, entre ellas
las ya citadas:
Velillas y Quintanilla, que son las que me
han sugerido la historia.
Y claro,
puesto así casi a la puerta de casa, a ver quién
era el vecino que se sustraía al uso del mismo. Porque el abagón era el autobús que nos llevaba cada martes a Saldaña para poder estar de buena
mañana en su famoso
mercado, deambular
por el mismo sin prisa y aprovisionarse de lo más necesario en muchos
órdenes de la vida diaria.
Algunos de estos martes –sobre todo el primero
de cada mes por ser mercado especial-, como el autobús venía ya cargado de gente hasta “los topes” –como familiarmente decíamos-, ocurría
que si queríamos viajar hasta Saldaña, teníamos que ir de pie. Y apretujarnos tanto unos contra otros que el cobrador del viaje, que iba a bordo del mismo y que nos pedía el dinero por el trayecto
expidiéndonos el billete,
que era una tira larga de papel, porque incluía
el nombre de todos
los pueblos del recorrido; y que marcaba
taladrando mediante un curioso artilugio
tanto el nombre de la localidad
a la que ibas como en la que te habías subido al coche, apenas si podía pasar entre toda la gente para ejercer
su función. Y, de chavales,
comentábamos en esa ocasión
que el viaje hasta Saldaña nos había salido gratis porque el cobrador
no nos había podido
localizar entre tanta gente.
Claro que, de manera general,
el viaje era tan corto, seis kilómetros tan sólo, que apenas si habías subido al autobús,
que ya estaba
bajando las “cuestas” de Saldaña para, a continuación, asomar ya frente a nosotros los primeros edificios de la localidad. Diferente era, empero, cuando se cogía el
abagón para ir a la capital, porque entonces sí que el viaje resultaba
más largo. Pero, como no se hacía muy de común siendo chavales,
hasta resultaba agradable ir montados en él y contemplar el paisaje a
través de la ventanilla.
Y en estos viajes hasta la capital, había una anécdota que siempre nos llamaba
la atención a los chavales. Y era que, algunos momentos
antes de llegar a Palencia,
había que atravesar
un puente, conocido
como el de “los suspiros”, en el que la calzada,
por los badenes o depresiones existentes en la misma,
hacía que el autobús
se moviese irregularmente y los viajeros
parecía como si saltasen
o suspirasen en sus asientos.
Escena que a todos
nosotros se nos quedaría grabada para siempre en nuestra memoria.
Hoy en día,
aunque sigue en
vivo esta línea regular de viajeros con la
empresa Abagón explotándola, muchas
de las localidades del recorrido
han quedado supeditadas a tener que demandar telefónicamente la necesidad
del desplazamiento en cuanto al día concreto,
para que el autobús pare en su localidad. Es el signo de los tiempos
cuando, en la práctica,
cada vecino de estos pueblos
tiene a la puerta su vehículo particular
que le permite desplazarse con facilidad de acá para allá.
Pero el
recuerdo de aquel “coche de línea” conocido por todos nosotros como el abagón, con su baca porta equipajes
en la capota del vehículo,
a la que se accedía mediante una escalerilla adherida al autobús
en su parte trasera,
quedará grabado para siempre
en la memoria de los habitantes de las muchas localidades por las que pasaba
cada día.
José Javier Terán Díez
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– LA VISITA –
Como todos los años, cuando la primavera empieza a asomarse tímidamente
por estos pueblos, en los lugareños que mantenemos las costumbres de nuestros ancestros se despierta
también la ilusión
de acompañarla en su
progresión y así comenzamos un nuevo ciclo en los huertos, podando los
frutales, cavando y preparando la tierra que acogerá una vez más las semillas y plantones nuevos que irán creciendo hasta hacerse adultos y dar los frutos que de ellos esperamos.
Para ello les regamos , protegemos del frío y los cuidamos
con mimo, como si
fuera un niño que aún no se vale por sí mismo,
para que salgan
adelante.
Pero pronto empiezan
a atacarlos las plagas y los bichos que se aprovechan
de ellos y hacen la vida imposible,
a ellos que los debilitan y a nosotros que
tratamos de evitarlo, y cuando
creemos que lo hemos conseguido y nuestro huerto está floreciendo con todo su esplendor,
llega la más temida y menos esperada, sigilosamente, invisible, de madrugada, y en un momento acaba con
nuestras ilusiones.
Otra vez a volver a empezar,
en el mejor de los casos, en el peor, a esperar que otro año sea más generoso con nuestras expectativas.
Es esa helada tardía que nos visita
casi todas las primaveras y pone a prueba
nuestra paciencia y tesón.
Luis Enrique Pozo Calle
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Otro tiempo
Nunca hubiera esperado que volviera aquella noche. Cuando escuché el timbre del portal me sobresalté; ¿Quién puede
ser
a estas horas? , dudé
si contestar
pero decidí abrir.
Pasaron unos minutos y el visitante
ya estaba llamando
a mi puerta. Miré el reloj y la rápida mirada me devolvió una hora muy avanzada.
Nunca hubiera pensado en la persona que me encontré
al otro lado, era difícil
reconocerlo con aquel abrigo raído, la melena larga y descolocada, la expresión de frío y cansancio
en su rostro. Buenas noches, dijo él, con una voz ronca y muy baja. La luz del recibidor
me dejó ver sus ojos que a pesar del tiempo transcurrido eran sus ojos y en el recuerdo,
los míos también. Pasa y siéntate,
te prepararé una bebida caliente
que te hará reaccionar; él miraba con atención la cocina,
parecía que con el deseo de recordar otros tiempos. Bebió el té caliente con avidez y sus mejillas se colorearon y pude observar que se
despertaba en él un deseo de comunicación que yo no deseaba
desaprovechar.
Así que le pregunté qué había sido de su vida todos aquellos largos años. Me di cuenta de que para él era muy difícil
empezar desde algún punto en el tiempo, miraba sus zapatos
raídos y comenzó a contarme sus experiencias desde que no teníamos ningún contacto. El era un apasionado de la música
y decidió vivir dedicado
a ella. Viajó a Inglaterra
y allí se integró
en un grupo de rock al que se
unió
buscando vivir como siempre había
deseado.
Pero sabemos que la vida es muchas
veces distinta a como nosotros
queremos plantearla. Aquel grupo era música,
pero también era vida nocturna,
bebida, amigos y amigas muy diversos. En
definitiva, él se
encontró envuelto en una vorágine que desconocía por completo.
Me contó que el piso que compartía era pequeño
y estaba siempre lleno hasta altas horas de la noche. La música lo invadía
todo y le invitaba
a olvidar. Mientras
le escuchaba, me imaginaba su experiencia tan alejada
de lo que había sido nuestra
vida antes de su partida, sentí
nostalgia de otros tiempos.
Miguel, le dije, se nos ha ido una parte de nuestra vida. Es cierto, y sonrió al decirlo. Eso pasa siempre
y es parte de nosotros,
como seres humanos
que somos; nuestra búsqueda
es la razón de seguir aquí. Me miró con dulzura y yo sentí que antiguas emociones volvían a invadirme
y deseé que aquella noche no terminase nunca. Pero fue él quien sabía que aquel encuentro debía ser
corto.
“Quédate aquí esta noche”. Mañana podemos buscarte ropa
nueva y replantear lo que puedes hacer a partir de ahora. Él me miró con una expresión
que era una mezcla
de deseo de quedarse conmigo en el refugio que
había encontrado, y la
determinación de no alterar su vida entonces
y seguir buscando. “Lo que me propones
es tentador y me iré de aquí triste y me sentiré
perdido, pero
siento que
debo hacerlo
así”. El pasillo estaba oscuro y ninguno
de los dos quisimos dar la luz. Yo le dirigí a la puerta de salida y solo una presión de sus dedos en mi brazo, sirvió de
despedida.
Desde el balcón pude ver su
figura que se alejaba por aquella calle desierta.
Margarita Alonso García-Amilivia
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Rememorando…
(Basado en hecho real)
“El zapato izquierdo
le venía pequeño, pero el derecho, grande”.
Si… ¡Qué curioso!, acabo de regresar a mi infancia. Aquella
imagen
inconfundible se apodera de mí.
Parece que lo estoy viendo… unos zapatos marrones, con un cordón enorme en la parte que cubre el
empeine…
Por aquel entonces, la ropa y el calzado, solían pasar de unos hermanos a otros.
Sus dos hermanos/as mayores vestían igual. Por lo que en muchas ocasiones, disfrutaba de dos prendas iguales, dos pares de calzado iguales, etc.
Aquellos zapatos que “heredó”, aunque algo deformados,
estaban en buen uso. Pero, un par era un poquito más grande.
A éste, solía ponerle un trozo de
algodón en la punta, para que no se saliera… Aunque… a veces,
lo olvidaba.
Un
sábado de julio, salimos
al campo, con la emoción y la prisa, al calzarse, colocó un zapato de cada número,
(sin reparar en que no había puesto el algodón), de forma que uno estaba justo y el otro a cada paso que daba, se salía... Pasó muy mal rato, hasta que encontró solución para el momento. Recuerdo
que tuvo que poner un puñado de hierba
por dentro, para evitarlo.
La jornada fue inolvidable. Recorrimos los campos,
comimos tortilla y caminamos observando el arroyo, siguiendo
los meandros que surcan
la
tierra.
Paseamos al lado de las espigas de trigo que se bamboleaban de uno a
otro lado…
¡Cuántos recuerdos!
El tiempo ha pasado como en un sueño…
Distraídos, hemos llegamos hasta la casa donde esperan los zapatos
que ahora calza.
Estos también están deformados, uno oprime y el otro se sale, porque…
el enorme juanete del pie izquierdo, lleva martirizándole desde hace mucho tiempo.
El origen es diferente,
pero la historia se repite.
Mª Consuelo Relea
Bores
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