Llegaban las tan deseadas fiestas del pueblo y en las
familias se echaba el resto –incluso hasta “la casa por la ventana” según
momentos-, tratando de que aquellos días luciesen como ninguno. Porque, la
que más y la que menos, realizaba unos cuantos gastos extras o excepcionales,
tratando de brillar entre los suyos y ponerse, a poder que pudiera, a la altura
del resto de familias del pueblo.
Si, según el refrán, “por las vísperas se conoce a los
santos”, en la práctica, la fiesta comenzaba ya en la víspera del día grande,
con el volteo de campanas mediada la tarde y el disparo de unos cuantos cohetes
anunciadores de la misma.
A lo que seguía, en ocasiones, el recoger a los músicos
que llegaban en el coche de línea regular, e invitarles a que, sin solución de
continuidad, ejecutasen una serie de rondas por las calles del pueblo
interpretando algunos de los más afamados pasacalles del momento para ir
templando el ambiente e incitar a la fiesta.
Fiesta de la que ya participábamos con todas las de la ley los chavales,
que ningún año nos perdíamos este momento tan esperado y alegre.
Al día siguiente, con la fiesta del patrón en primer
plano, el intenso volteo de campanas despertaba a todo el pueblo de buena
mañana; que lo hacía con un talante diferente a lo habitual y pensando en el
largo día que tenían por delante.
De inmediato, y una vez ataviados todos en la casa con
las mejores galas, lo obligado era acudir a misa mayor, que estaba amenizada en
diferentes momentos por los músicos de la orquesta contratada. Al igual que se
encargaba de amenizar la consiguiente procesión por las calles del pueblo con
el santo patrón a hombros de los más jóvenes; mientras las campanas de la
iglesia, hábilmente volteadas por los mozos del lugar, no dejaban de repicar
con su alegre y festivo sonido, en tanto que los cohetes iban surcando metódicamente
el cielo en la vertical del pueblo.
Pero aun así, las horas de la tarde y de la noche, tenían
un encanto especial en la era central más cercana a las casas y en sus
entornos, donde ya se habían instalado los almendreros dispuestos a que su mesa
se llenase de gente, los puestos de golosinas, deseosos también de vender su
mercancía, y la orquesta, que en breve comenzaría su primera sesión de baile,
en tanto las parejas rondaban ya los alrededores deseosos de que el baile
comenzase cuanto antes. Y los chavales,
entretanto, con un puñado de dulces entre las manos, corriendo una y otra vez
por el lugar, entre la gente, a su vera y en el entorno que demandaban nuestros
juegos.
La tarde acababa venciéndose al final, entre músicas de
los más variados estilos, bailes continuados y casi interminables, charlas y
risas de complicidad, para convertirse en noche cerrada y prolongada durante
unas cuantas horas más. Pero no
importaba, el pueblo estaba de fiesta y, mientras sonase la música en la era,
no hubiesen abandonado el lugar ni el almendrero ni el cuquero, la gente no
dejaría de bailar y el patrón tendría aquel año su conmemoración más entusiasta
y divertida.
J. Javier Terán
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