Este año que, debido a la pandemia que nos asola, vamos a tener una Semana
Santa, por segunda vez consecutiva, sin actos masivos en las calles, sin
multitudinarias procesiones y sin escenificaciones de la Pasión en el exterior
de los templos, quizás sea bueno echar la vista atrás un momento y recordar
cómo aquí, en nuestra sobria y austera tierra castellana, los actos de la
Semana Santa siempre han venido marcados por la austeridad, el
recogimiento y los signos de dolor.
Y claro, no digamos ya si hablamos de aquellos años 60-70 de nuestros
pueblos. Donde si, ya de por sí, eran unos años marcados por las estrecheces
económicas y por la cultura y normas de convivencia tan particularmente
determinadas, llegados estos días de Semana Santa, todo esto adquiría unos
tintes aún mucho más lúgubres y como envuelto todo entre tinieblas. Y la
tradición más fiel y originaria en los actos de la Semana Santa, se imponía
por encima de todo.
En aquellos años, Velillas, no era una excepción y seguía al pie de la letra la
tradición en todo lo relativo a la Semana Santa: Cuaresma, bulas, ayuno y
abstinencia, penitencia, oración…
Los chavales, que disfrutábamos ya para esas fechas de unos días no
lectivos y los agradecíamos y explotábamos lo más posible día tras día
porque, indefectiblemente, se nos quedaban demasiado cortos; no por ello,
no dejábamos de participar de manera activa y directa en los actos
religiosos de aquellos días.
De entrada, nuestra en exclusiva era la misión de ir anunciando por las calles
del pueblo, provistos de aquellos simpáticos instrumentos musicales
conocidos como carracas y que tanto nos gustaba poner en funcionamiento,
los actos religiosos que estaban a punto de comenzar en la iglesia. Y así con
cada uno de ellos, porque durante los días centrales de la Semana Santa,
como señal de luto, las campanas, con cuyo toque se anunciaban aquéllos el
resto del año, permanecían ahora en silencio total.
Pero incluso en fechas anteriores, habíamos colaborado también con el
resto de jóvenes del pueblo en el especial momento de “tapar los Santos”
(las esculturas que decoraban el frente del altar mayor y las capillas
laterales) con aquellas grandes telas oscuras, como señal también de
recogimiento y dolor para los siguientes días de la Semana de Pasión; hasta
que llegase el Domingo de Resurrección y la alegría con la que venía cargado.
Como especial resultaba también aquel otro momento de la tarde-noche del
Jueves Santo cuando, durante los actos religiosos, se producía aquel
simpático gesto del “lavatorio de los pies” a un pequeño grupo de convecinos
por parte del sacerdote, que enraizaba en la más honda tradición de
aquellos actos religiosos; y que nosotros, los chavales, encontrábamos de lo
más original y que cada año estábamos expectantes ante su celebración.
Participación nuestra que gozaría también del mayor de los protagonismos el
domingo de Resurrección durante la particular y querida procesión del
“Encuentro” cuando, por turnos, se nos permitía llevar las andas con la
Virgen para el crucial momento del encuentro con su Hijo, cuyas andas eran
portadas por los mozos del pueblo. A partir del cual, y como signo y señal de
alegría, sí que sonaban las campanas volteadas con verdadera pasión y ganas
por el resto de jóvenes del pueblo (ya se sabe que no se puede estar a la vez
en la procesión y repicando), que no cesaban en su acción de volteo en tanto
la procesión estuviese recorriendo las calles del pueblo.
Eran días en general, aquellos de Semana Santa, que nosotros, los chavales,
vivíamos muy intensamente, pues, además, se salían un poco de la rutina
diaria y nos hacían estar continuamente en movimiento de acá para allá.
Claro que eran fechas que guardaban también un recuerdo muy especial en
nuestra memoria en el aspecto gastronómico, y que esperábamos con
verdadero interés y ganas infinitas, porque era cuando en las casas se
elaboraban diversos tipos de dulces, entre ellos las consabidas “orejuelas”,
que tan ricas nos sabían; eso sí, estirando un poco la masa de las mismas, que
venía desde los días de carnaval ya pasados.
Todos estos recuerdos y otros muchos más, han pasado ya a formar parte
de nuestro ayer más inmediato; pero notamos cómo aún son capaces de
arrastrar grandes dosis de emoción cuando se los revive. Un caudal, éste de
los recuerdos, que podría pasar a formar parte también del patrimonio
inmaterial de cada uno de nosotros.
Javier Terán.
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