Acercándose estas fechas en el calendario, en
nuestros ratos de ocio –incluidos los recreos de la escuela-, era bastante
común el que nos planteásemos qué íbamos a hacer en el ya cercano martes de
carnaval. Y en particular, quién de las familias del pueblo nos
podía acoger aquel año en su casa a los chavales de Velillas ese
martes de carnaval, para hacernos la habitual cena de antruido – en la que no
faltaba la tradicional tortilla-, con las viandas que nosotros, los niños y
niñas del pueblo, habríamos recogido pasando durante toda la tarde casa por
casa y demandando algunos víveres que compartiríamos luego en la cena.
Que, en cuanto al otro aspecto común que
encierra el Carnaval, el disfrazarse vistiendo de tal o cual guisa, a tan corta
edad, apenas si lo practicábamos.
Acción que, en cambio, sí tenían a gala y así
la ejercían con abultado éxito los mozos y mozas del pueblo, vistiendo en
especial viejas ropas de los abuelos de la familia –donde nunca faltaba el consabido
y ajado sombrero-; conjunto que, al ser portado por la gente joven del pueblo,
lograba de manera clara el efecto de disfraz en estado puro.
Y así, disfrazados y haciéndose acompañar en
ocasiones de esquilas y cencerros y algún apañado tambor de hojalata, recorrían
el pueblo; propiciando más de un susto en alguna ocasión, al no ser reconocidos
por algún vecino.
Entretanto, los más chicos recorríamos
también el pueblo provistos de una cesta de mimbre donde íbamos depositando las
patatas, los huevos, el pan, los chorizos…, que constituirían el fundamento de
nuestra posterior cena de antruido.
De esta guisa, el jolgorio, por una parte de
los mozos y quintos, y por otra de los chavales, estaba asegurado en la noche
del martes de carnaval.
Javier Terán.
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