Hace poco, con motivo del lanzamiento
de un satélite al espacio, escuché a alguien decir: “no entiendo cómo pueden gastarse ese dinero con el hambre que hay en el
mundo”. Personalmente me uno a la dificultad de comprender cómo en este
planeta pueden coexistir mundos tan diferentes en que mientras unos mueren de
hambre, la preocupación de otros es cómo adelgazar; sin embargo culpar al coste
de la ciencia de esa injusta desigualdad me parece igualmente injusto; uno
podría pensar que ello es debido a la ineficiente distribución de los recursos
naturales; pero tampoco soy capaz de comprender por qué un futbolista mediocre
tiene un sueldo muy superior al de un excelente cirujano, y mucho me temo que
esta contradicción la impone la sociedad.
Ciertamente lo que frecuentemente
pedimos a la ciencia son resultados útiles e inmediatos como, por ejemplo, un
remedio contra el cáncer pero la experiencia nos dice que, en la mayoría de las
ocasiones, los resultados científicos han ido por delante de su propia
comprensión y han encontrado su utilidad mucho después de su descubrimiento;
magnífica expresión la de Isaac Asimov al afirmar que la frase más frecuente
tras un descubrimiento científico no es: “Eureka,
lo encontré!” sino “qué raro…”. Y
si no vean la anécdota de un “grande” de
la ciencia, como Michael Faraday, inventor nada menos que de la electricidad en
el siglo XIX: cuando el primer ministro
británico visitó su laboratorio, señalando a una máquina muy divertida, le
preguntó para qué servía. “No lo sé, pero
apuesto a que algún día el gobierno le pondrá un impuesto”, dijo Faraday;
la maquinita en cuestión era el motor eléctrico presente en la práctica
totalidad de máquinas industriales y domésticas que hoy mueven el mundo.
Cierto que en asuntos del espacio
(y estoy arrimando el ascua a mi sardina) la utilidad de los descubrimientos es
más difícil de vislumbrar a corto plazo, aunque no olvidemos que el tubo de
dentífrico, el microondas y el velcro que usamos en la ropa son avances de la
vida en las estaciones espaciales en que viven y experimentan los astronautas.
Y ya, por ponernos filosóficos, podríamos decir que saber si hay vida en Marte
o si la vida en la Tierra se inició desde el espacio exterior no nos sacará de
la crisis económica pero el conocimiento es una inquietud humana que nos
diferencia, como seres inteligentes, de otros seres vivos. Igual le pasa a la
expresión artística, como necesidad de desarrollo humano; y puestos a comparar todos
los cuadros de Van Gogh están más valorados económicamente que una misión
espacial de reconocimiento en Marte. Volvamos a la afirmación inicial ahora y
juzguemos si la ciencia es cara.
Después de todo hay que
reconocer, al menos, que es divertida y que los científicos hacen ciencia
porque les gusta y nadie mejor que un premio Nobel de Física como Richard Feynman para
expresarlo: “la ciencia es como el sexo;
obviamente puede tener resultados prácticos pero los que nos dedicamos a ella
no lo hacemos precisamente por eso”.
Dicho esto, cada cual decidirá la perspectiva que más le convence.
Abel
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