Hubo
un tiempo, cuando el agua corriente no estaba todavía generalizada en las casas
de nuestros pueblos, que para disponer en los hogares de este indispensable
elemento diario había que acarrearlo previamente desde el pozo o la fuente
públicos hasta la casa, haciendo uso de determinados cacharros o recipientes de
una probada capacidad.
Y
esta tarea, verdadero rito cotidiano en los hogares y las familias de aquel
entonces, quizá por considerarse que los más pequeños de la casa, llegada una
determinada edad, podían realizarla de una manera perfecta y exitosa con un
mínimo de instrucciones, aparte de terminar siendo rutinaria su ejecución, se
recurría a ellos en muchas ocasiones para llevarla a cabo.
Pero,
claro, ellos, los más pequeños, tenían también sus ocupaciones, sus juegos, sus
cosas que hacer, ¡faltaría más!; y, por esto, no siempre se les “pillaba” en el
mejor momento y dispuestos a dejar sus “cosas” para cumplir esta tarea en el
instante justo que los mayores les requerían para hacerla. Mas, era evidente que, al final, lo que
tocaba, también en este caso, era obedecer…
Aunque, de vez en cuando, se consiguiese igualmente algún pequeño pacto
con los mayores que, a buen seguro, les beneficiaba a los primeros en algo de
alguna manera, por mínimo que esto fuese.
Y
claro, como en ocasiones se producían imponderables de diverso calado entre las
partes, tales como algún pequeño despiste en el camino de ida o de vuelta del
pozo, algún descuido no buscado ni propiciado en el trayecto…, las
consecuencias acababa pagándolas el de siempre, el pobre cántaro, que terminaba
haciéndose añicos en algún momento del recorrido, sin saber muy bien cómo había
podido pasar, claro…
Eso
sí, en este cometido quienes no ponían ningún tipo de pega para ir a buscar
agua del pozo, fuese a la hora que fuese, eran los ya mozalbetes de la familia;
y es que podía ocurrir que, al revolver una esquina, ¡azares del destino!, se
encontrasen de manera inopinada con la niña de sus ojos, a la que acompañarían gustosos
hasta el pozo. Y a la vuelta, entre
frases de amor, requiebros y algún que otro arrumaco, le ayudarían, muy
gentiles ellos, a transportar hasta casa el pesado cántaro de agua…
Tiempo
después, con la llegada del agua corriente a las casas, se perdería el motivo y
la necesidad de este “romántico” paseo hasta el pozo. Cosa que agradecerían los más pequeños. Pero que, sin embargo, por parte de los más
mocitos de la casa se buscarían excusas nuevas para que este itinerario no se
perdiese del todo y pudieran así seguir galanteando a sus amadas en el camino
del pozo…
Javier
Javier
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